En el refranero de la publicidad hay un aforismo según el cual una buena campaña sólo precipita el fracaso de un mal producto. La paradoja se presenta cuando un mal producto con mala publicidad resulta un éxito. Exhibit 1: Rolex. Producto inútil. Precio prohibitivo. Campañas acartonadas, snobs en el peor sentido de la palabra. Fotografía que se le nota le costura del photoshop por donde se la mire y que encima se las ingenia para atrasar 25 años. Textos que evocan la idea de lujo y exclusividad que podría tener un escribano septuagenario que redacta testamentos. Las campañas y patrocinios del fabricante suizo son tan torpes que logran lo impensable: hacer quedar a Roger Federer como un opa sonriente. Para peor, el nombre en sí, Rolex, suena a neologismo salido de una película de ciencia ficción de los 60. 

Una máquina de escribir de lujo. Una Olivetti Lettera de muñeca.

Así y todo, en una industria que se suponía sentenciada a muerte por Casio a mediados de los años 70, los suizos no paran de facturar. Venden, venden, venden. Aristócratas y nuevos ricos por igual se dejan fortunas por cualquier chirimbolo con el logotipo de la coronita

¿Cómo? ¿Por qué? ¿Cómo es posible que haya gente que pague diez veces más por el modelo más barato de Rolex que por un gadget exponencialmente más actual y útil como un Apple Watch? 

La respuesta creo que es simple: Rolex obviamente no es un reloj. O bien es mucho más que un reloj. Rolex es el tatuaje de la gente con poder adquisitivo. O mejor dicho: el tatuaje de la gente a la que no le gusta hacerse tatuajes. Un fetiche de perdurabilidad, un memento. Lo contrario de una moda pasajera. A ver, los tatuajes pasan de moda cada dos años. Los motivos tribales estilo guerrero samoano de hace un par de años hoy son un papelón. Y así sucesivamente. Un Rolex nunca pasa de moda. Es un clásico a prueba de balas. Diseño industrial y materiales de máxima calidad. Garantía de por vida. Cuanto más vintage, mejor.

Además, hay un componente racional que se suma a la gratificación de la aspiracionalidad, diría un ejecutivo de marketing con barba candado. Comprarse un Rolex no es un gasto, es una inversión. No es infrecuente que un modelo antiguo con años de uso alcance un valor de reventa aun mayor que su precio original. La definición de un objeto de colección. 

La marca es tan fuerte que incluso es inmune a la avalancha de falsificaciones que se venden por 30 dólares en Chinatown: hay teorías conspirativas que afirman que es el mismo fabricante suizo quien produce las imitaciones, en lo que sería una rarísima pero no menos genial manera de diversificar su negocio. No es absurdo suponer que, por algún enrevesado mecanismo psicológico, la proliferación de imitaciones fomenta aun más el deseo incontenible de acceder al producto original. 

Para citar otro cliché del refranero del marketing, acaso Rolex es tan flojo en sus esfuerzos publicitarios porque pone toda su energía, recursos y atención en fabricar un buen producto. Por qué no. Hablando de marketineros, el hampa también es fan de Rolex: pocos productos tan fáciles de robar, ocultar y transportar tienen tan alto valor de reventa.

Este tal vez sea el peor –o el mejor- slogan para una marca así: Rolex. Preferido por banqueros, rapperos, falsificadores, carteristas y casas de empeño.

En fin. 

¿Qué podemos aprender de todo esto? Ni idea, qué sé yo. Pero seguro hay un par de moralejas perdidas por ahí.

Los dejo con un titular que leí una vez en el diario satírico The Onion: “Nike to shut down its sweatshops in Southeast Asia to concentrate on what it does best: ads.” (Nike cerrará sus fábricas precarizadas en el sudeste asiático para concentrarse en lo que major sabe hacer: publicidad).