#ViveRo, ahora y siempre
El periodista Pablo Méndez Shiff, autor de la biografía sobre Cris Morena, analizó el espectáculo que se hizo en el Gran Rex para homenajear a la actriz fallecida en 2010.
Autor de “Cris Morena, la mujer que transformó la adolescencia argentina” (Milena Caserola)
Las luces del Gran Rex se a encendieron para homenajear a Romina Yan. La actriz y cantante que falleció en 2010 va a ser recordada por sus colegas en un espectáculo con fines solidarios: todo lo recaudado va a ser destinado a la Fundación Sí que dirige Manuel Lozano, que va a financiar la construcción de residencias universitarias para jóvenes de Chaco y Corrientes. La elección del lugar no es casual, dado que ese es el teatro en el que Romina protagonizó las versiones teatrales de Chiquititas, el programa infantil más importante de la década del noventa, el primer programa argentino en exportarse como formato internacional y un verdadero éxito de masas en países como Grecia, Rumania e Israel.
Cris Morena y Gustavo Yankelevich, los padres de Romina, convocaron a actores, actrices y cantantes que la conocieron a sumarse al evento que fue transmitido en vivo por Telefe y por streaming en todo el mundo. Patricia Sosa, Valeria Lynch, Benjamin Rojas, La China Suárez, Nicolás Vásquez, Agustina Cherri, Abel Pintos y Luciano Pereyra son algunos de los que dirán presente. Y para poder entender mejor la importancia de #ViveRo para los que nos criamos viendo Chiquititas, debemos posar la mirada sobre un evento que ocurrió en el mismo lugar y hace casi ocho años, más precisamente el 29 de septiembre de 2010, un día después de su muerte. Mientras la televisión argentina entró prácticamente en suspenso y sus principales figuras fueron al entierro en Pilar, un fenómeno paralelo, subterráneo, se dio entre los que estábamos del otro lado del mostrador. Entre los que habíamos sido espectadores de algunos de los programas de Ro, sobre todo de los que habíamos crecido con su personaje de Chiquititas. Con Belén Fraga.
Horas después del funeral, aquel 29 de septiembre de 2010 se congregaron cerca de 700 personas en las inmediaciones del Obelisco, ese monumento erigido en pleno centro de la Ciudad de Buenos Aires. El motivo era sencillo: despedir, desde el anonimato y movidos por un fuerte sentido de gratitud, a una persona que nos había hecho más felices. A una persona que no queríamos que se fuera. Nosotros, los que nos criamos con el universo creado por Cris Morena en el que Romina tuvo un lugar central, estábamos siendo directamente interpelados y decidimos salir a la calle para decirle gracias. La idea se difundió por las redes sociales -mayormente Facebook, dado que el desarrollo de Twitter era todavía embrionario en la Argentina de ese momento- y rápidamente llegó a los canales de televisión y a las redacciones que estaban armando ediciones especiales.
Nací en 1988 y me crié viendo Chiquititas (que fue de 1995 a 2001) como la mayoría de los chicos y chicas de mi generación. Era la cita obligada a la hora de la merienda, cuando volvíamos del colegio y nos disponíamos a ver un poco de tele antes de hacer la tarea. En el momento en que me enteré de lo que había pasado, y que se estaba organizando esta marcha, supe que iba a ir. Que tenia que estar. Mi teléfono se había inundado de mensajes de texto (todavía no había Whatsapp), mientras mi cabeza no dejaba de evocar escenas de mi infancia que la tenían como protagonista. En cuestión de segundos, me acordé de la devoción con la que leía la revista de Chiquititas los sábados a la mañana: salía dos veces por mes y a veces se agotaba, por lo que me iba desde Don Torcuato hasta San Miguel a buscarla, kiosco por kiosco. Me acordé de la concentración con que cada tarde me sentaba frente al televisor para merendar y mirar los nuevos capítulos. O de las tardes en que grababa los CDs en casetes vírgenes TDK para poder escuchar esas canciones también en el auto de papá o en mi walkman. De inmediato, me puse a intercambiar mensajes con amigos y amigas de la primaria con los que ya no tenía tanto contacto. Irremediablemente, teníamos un dolor que compartir.
La Plaza de la República, ubicada en la esquina más emblemática de Buenos Aires, estaba poblada por decenas de móviles de televisión, que habían tomado nota de que efectivamente estaba pasando algo; los integrantes de los clubes de fans de Cris Morena – Los Ángeles de Cris y Ángeles del Mundo- y una mayoría de personas que, como yo, habían caído por su cuenta. Una certeza fue progresivamente saliendo a la superficie: los que estábamos ahí no nos conocíamos, pero habíamos estado durante años compartiendo los mismos lugares, escuchando las mismas canciones… A fin de cuentas, éramos familia: estábamos arropados bajo la misma obra, regidos por la misma educación sentimental. Y, aun sin que la mayoría perteneciera de manera orgánica a los clubes de fans o a instituciones que nos contuvieran, nos dimos maña para cobrar visibilidad. Pienso que para un militante político o un hincha de fútbol es más sencillo organizarse para una manifestación pública. Tiene líderes y una estructura que canaliza las demandas y las decisiones de ese grupo de manera más aceitada. Para nosotros, fans de la obra de Cris y Romina, copar las calles tuvo un aire de epicidad. Sí: fue épico.
Habíamos recorrido la avenida Corrientes y las inmediaciones del Obelisco durante cada invierno en el que fuimos a ver Chiquititas al teatro. El Gran Rex está a sólo dos cuadras de allí, y por eso la elección del lugar no fue casual. Como en un rito, fuimos hacia la escena fundacional de nuestras vidas.
Romina estuvo en las versiones teatrales de 1996, 1997 y 1998, esa que marcó el récord de funciones del Rex: 98 funciones repletas de gente, un número que nadie pudo aun superar. En 2001, aunque ya se había ido del programa, quiso participar de la despedida del ciclo. Por supuesto que fui todos los años con mi hermana y mi mamá, que soportaba con paciencia mis pedidos para que consiguiera una buena ubicación en la platea. Ir a ver Chiquititas al teatro era el acontecimiento más esperado del año. Nosotros íbamos desde el norte del conurbano bonaerense, pero conocí gente que convencía a sus padres para llevarlos desde otras provincias.
El Gran Rex es el templo del crismorenismo, ese lugar sagrado al que fuimos religiosamente a ver cada puesta teatral de Chiquititas. Y al que volvimos, arrastrados por la fuerza de lo irreversible, aquel 29 de septiembre de 2010.
Cruzamos Corrientes desde Cerrito hasta el límite entre Suipacha y Esmeralda, el lugar en el que se erige nuestro santuario. Éramos tantos, y estábamos tan conmovidos, que íbamos directamente por la calle. Incluso, llegamos a cortar un carril de la avenida por más de media hora. Para algunos asistentes, que nunca habían participado de una marcha política, el corte de la avenida marcaba una osadía, una irreverente novedad. Para mí, era una satisfacción en medio de la tristeza ver cómo se hacía público, cómo salía a la luz, algo del orden de lo que suele ser confinado a lo privado, como el amor devocional por quien mejoró nuestra infancia.
Una vez frente al Rex, se produjo el momento más emotivo de esa ceremonia de amor. Alguien lo propuso y enseguida se armó un anillo humano en torno al teatro. Nos agarramos de la mano con los desconocidos que teníamos al lado y abrazamos simbólicamente a ese lugar que habíamos visitado tiempo atrás como niños llenos de ilusión y esperanza. Nos agarramos de la mano y nos pusimos a cantar, una a una, las canciones que iban surgiendo de ese colectivo heterogéneo. Éramos mayoría de veintitantos, de la generación Chiquititas, pero también se podía ver a chicos de 10 años que habían visto a Ro en Playhouse o en Amor Mío junto a adultos de 30 que la habían seguido en Jugate Conmigo. Había tantas mujeres como hombres y, como se podía distinguir a simple vista, de todos los sectores sociales. Estudiantes con uniforme de colegio privado y trabajadores humildes, gente que había viajado desde San Isidro y desde La Matanza, convivían en perfecta armonía. Lo que Cris había comprobado con los estudios de mercado que encargó mientas hacía Jugate y yo sospechaba en la intimidad, se hizo carne en ese momento. Una vez más, se supo: la televisión es el dispositivo cultural más policlasista de todos.
“Los momentos más felices dejan dulces cicatrices, son marquitas de la vida. No se borran ni se olvidan”, dice una canción que aparece en el cuarto volumen de Chiquititas. Y eso fue lo que demostramos aquel día. La frescura de Romina nos había impregnado para siempre y ahí estábamos, movidos por una emoción que nos salía de las entrañas, celebrándola. Honrándola. Ella, que en Volar Mejor nos decía que estando a su lado nunca seríamos vencidos, que en Penitas nos instaba a soñar, que en 24 Horas nos decía que había que celebrar cada minuto de vida, que en Corazón con Agujeritos nos consolaba con maestría, de pronto no estaba más. Íbamos a tener que acostumbrarnos a vivir sin ella, esa guía que orientó nuestros primeros pasos en un programa, en un ideario que jamás olvidaremos.
La conmoción llegó hasta Israel, país en el que Chiquititas y las siguientes producciones de Cris Morena fueron furor (ver capítulo correspondiente). La historia de Belén Fraga se transmitía en el Canal de los Niños y fue una referencia tan importante para los chicos israelíes como para los argentinos. Por eso, el 29 de septiembre se organizó un acto en el centro de Tel Aviv. Un grupo de fans se juntó en la Plaza Yitzhak Rabin, el lugar en el que el primer ministro que abogaba por la paz fue asesinado en 1995. Ese lugar, emplazado frente a la sede de la municipalidad, es el principal foro político de la ciudad y el lugar en el que se hacen las manifestaciones públicas más importantes. Hacia allí llegaron decenas de personas con fotografías, flores y velas del alma. En el judaísmo, las velas simbolizan al cuerpo y al alma, mientras que la llama remite al espíritu que se eleva hacia la divinidad. Por un tema generacional, muchos de los que habían visto Chiquititas eran ahora veinteañeros que prestaban servicio militar obligatorio en el Ejército y concurrieron con sus típicos uniformes verdes; otros lo hicieron con ropa de civil y algunos con las remeras de la sede israelí del club de fans Los Ángeles de Cris.
Los abrazos y llantos desgarradores que registraron las cámaras del Canal 2 de Israel alcanzan a resumir el clima que se vivía a 12 mil kilómetros de distancia.
Lo que más nos desconsolaba, a un lado y otro del planeta, era saber que, a partir de ese momento, una parte de nuestra infancia se había ido con ella para siempre. Ayer, volvimos a sentir algo de esa magia que sentimos aquella noche. Para corroborar que la verdadera patria es la infancia, como decía Rilke, y que es una llama que nos acompañará por el resto de nuestras vidas.
La tapa del libro sobre Cris Morena.