La secta del gatillo alegre
En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada (…)
Rodolfo Walsh | Carta abierta de un escritor a la Junta Militar
El 14 de julio de 2004, el Washington Post publicó que el Senado de los Estados Unidos había descubierto algunos movimientos sospechosos en el Banco Riggs, uno de los más prestigiosos de Washington. La investigación, relacionada con la financiación del terrorismo internacional, determinó que el ex dictador Augusto Pinochet había tenido varias cuentas secretas en dicho banco desde 1994.
Según averiguó luego la Justicia, Pinochet llegó a tener 125 cuentas bancarias no declaradas a través de las cuales escondió unos 27 millones de dólares, con la ayuda de su familia, pero también del propio banco, que ocultó las cuentas incluso después de la detención de su cliente en Londres en 1998 por orden del juez español Baltazar Garzón por el delito de genocidio.
La noticia causó una enorme conmoción en Chile, en dónde el exdictador y en aquel momento senador vitalicio fue imputado por evasión tributaria, negociación incompatible y falsificación de pasaportes. En efecto, como Jason Bourne, Pinochet disponía de falsos pasaportes para poder abrir cuentas apócrifas.
A fines del 2006, el senador vitalicio tomó la precaución de fallecer y fue sobreseído definitivamente, al menos en este mundo.
La mayor conmoción llegó del lado de quienes apoyaban al Tata, como lo llamaban cariñosamente sus seguidores. Al parecer, no esperaban que quién fuera responsable de 40.018 casos de torturas y secuestros, incluyendo 3.065 muertos y desaparecidos (según el informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura conocida como Comisión Valech) pudiera haber aumentado su patrimonio de forma discrecional.
Ocurre que el pensamiento reaccionario se suele escandalizar más por las sospechas de delitos contra la propiedad que por asesinatos o secuestros probados. Los seguidores del Tata podían tolerar miles de muertes, secuestros y torturas, pero no lograban soportar la idea de haber apoyado a un ladrón.
El domingo 7 de octubre, en Brasil, ganó la primera vuelta de las elecciones presidenciales el candidato de extrema derecha Jair Bolsonaro, un político que reivindica a la dictadura militar y se complace en repetir enunciados racistas y homofóbicos. Sus opositores lo tratan de nazi o fascista, aunque la mezcla de discurso intolerante hacia las minorías y hacia lo que la modernidad representa, el fervor por el control social a través de las FFAA y una cierta ortodoxia económica alineada con el neoliberalismo lo sitúan más cerca del pinochetismo.
Una parte de la derecha argentina saluda la llegada de Bolsonaro al considerar que no sólo frenará el populismo del PT, sino que también podría terminar con el terrible flagelo de la corrupción pública. Una explicación candorosa que fue usada en su momento para justificar el gobierno de los contratistas del Estado y las offshore en Argentina.
Frente a esos sueños húmedos honestistas, es bueno recordar lo que escribió Rodolfo Walsh el 24 de marzo de 1977, al cumplirse el primer año de la dictadura militar y poco antes de ser abatido: “La secta del gatillo alegre es también la logia de los dedos en la lata”.