El cáncer del sindicalismo
Cualquier persona con educación media incorporada no le cree nunca ni una palabra a lo que dice un sindicalista. Jamás. Hoy en día ni siquiera sus "representados" les creen, pero ellos tienen aire, cámaras, dinero y atención porque aun el sindicalismo mantiene la estructura de poder regalado por sucesivos gobiernos democráticos e incluso dictaduras desde hace 70 años.
Pero a ese poder en este siglo 21 ya no le quedan casi puntos de coincidencia con el poder que detentaban en el siglo 20. En el mundo civilizado (y ya en el incivilizado también) el poder sindical es meramente simbólico. Y cuando digo simbólico me refiero a que su poder de daño no existe más.
En el mundo civilizado -y en el incivilizado también- el poder sindical es meramente simbólico.
Francia, que es de los pocos países que todavía tienen actividad sindical, ostenta cada año centenas de huelgas anuales que no mueven un ápice en su crecimiento anual o estrategias de modernización del Estado. Con gobiernos socialistas, conservadores o liberales, hace dos décadas que avanzan desabotonando las cuasi soviéticas leyes laborales que tenían hace ya siglos.
Argentina, en cambio, no puede salir del miedo al residuo marginal de simbolismo sindical. Todavía resta la convicción de que con tres huelgas te bajan del poder y que, entonces, hay que "negociar", sentarse en mesas y entregarles fondos millonarios para que no paren. De ese convencimiento hay que salir inmediatamente. Que hagan mil huelgas por año si quieren. Hoy los estados, los mercados y las diversas economías mundiales no dependen (al punto de vida o muerte) de la realización o no de un paro general.
Al sindicalista se lo comió la modernidad, internet, el home office, se lo va a comer Uber y se lo comió la imagen que la sociedad tiene de él.
Un paro general hoy en día es un feriado blando. La bolsa continúa, las empresas privadas funcionan con personal jerárquico, casi todo está computadorizado y la gente llega a su trabajo por otros medios. Obviamente no es un día agradable para el trabajador que se ve obligado a viajar para ir a trabajar, ni para el personal jerárquico que debe hacer el trabajo de 10 empleados. Tampoco es bueno tener un rojo en el Excel por ese día en los números de la empresa o un retraso en los expedientes de una agencia estatal. Pero, sin ninguna duda, no debería bajar gobiernos.
Este Gobierno tiene que cerrarle la puerta al miedo al sindicalista, porque al sindicalista se lo comió la modernidad, se lo comió internet, se lo comió el home office, se lo va a comer Uber y se lo comió la imagen que la sociedad tiene de él, donde pasó de ser un “ángel de la guarda de los derechos laborales” a un grupo de mafiosos que pescan fangotes de oro ante cada crisis que ellos mismos generan.