Hace un par de años, un cura con el que entablé una relación de amistad no-religiosa, visitó Buenos Aires. Lo acompañé a una conferencia que daba. Allí, dos mujeres de entre 50 y 60 años, se me acercaron y me pidieron tomarse una foto. Cuando la tercera estaba por disparar, una de las dos que estaba a mi lado tomó un pañuelo celeste y lo puso frente a mí. Detuve la foto y le pedí que por favor no lo pusiera, porque de alguna manera la presencia de ese símbolo implicaba mi concordancia con su significado.

“¿Pero qué, estás a favor del aborto? ¿Vos tenés hijos? ¿Cómo vas saber el valor de la vida si nunca creaste una?”, me interpeló la tercera mujer ofendida. No le contesté, porque comprendí que en un colegio religioso no es extraño que se le otorgue un valor divino a la vida, en tanto la creen una creación de un ser supremo. Y, lógicamente, con esa condición sería rechazar “un regalo de Dios”. Por lo que entiendo que las personas que piensan de esta manera valoren la vida como algo sagrado. Incluso a pesar de que este valor divino que le otorgan al tiempo en la Tierra se acabe a la hora de considerar la pena de muerte como un “atentado” de igual categoría para con los obsequios del Señor.

Pero en mi opinión, un tanto más secular, la vida suele ser más una consecuencia de la desinformación o la excitación desmedida, de un exceso o un error de cálculo. En los peores escenarios, que tampoco son tan raros, hasta de un hombre ultrajando la voluntad de una mujer, sometiéndola a la merced de su animalidad criminal. En otra pequeña cantidad de casos, la vida es el resultado del consentimiento amoroso de una pareja o sencillamente del deseo de una mujer de experimentar la maternidad.

Sea cual fuera la naturaleza del origen, los hechos que le dieron cabida no necesariamente marcarán la felicidad de sus días. Pero sería necio discutir que un embarazo deseado seguramente tenga una mejor recepción en este mundo difícil que uno que no lo fue. Y si no hubo deseo, hubo una imposición violenta. Porque el embarazo genera una enorme cantidad de padecimientos que de ser atravesados en contra de la voluntad, redundan en una tortura. Ni hablar en aquellos casos de inviabilidad fetal, violación, o problemas físicos o mentales de la madre.

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Siempre me resultó raro hablar de aborto desde mi lugar de hombre, ya que todo sucede en el cuerpo de la mujer. Más allá de la obvia necesidad de participación masculina para la fecundación, el rol del hombre se limita luego, durante la gestación, a la compañía, apoyo ante las distintas incapacidades que va generando el embarazo en su progreso. Por lo que siempre sentí cierto atrevimiento al opinar al respecto. Incluso ahora.

El hecho de estar en cuarentena con un hijo que nació dos días antes de que se decrete el aislamiento obligatorio logró que, de forma privilegiada, pudiera estar presente las 24 horas de los siete días de la semana asistiendo conjuntamente las distintas necesidades que fueron apareciendo.

En una situación de normalidad esto en su lugar hubiera resultado sólo en un par de días de licencia por paternidad más algunas vacaciones adelantadas. Pero de ninguna manera, por injusticia de la ley actual, hubiera sido posible pasar estos 120 días de “recién nacido” acá, en casa, tan presente como la madre pero en el lugar de mi rol.

Así que habiendo pasado por ese proceso que la señora de pañuelo celeste de la foto me solicitaba para opinar, realmente tomé dimensión de lo que hay que atravesar para traer a una persona a este mundo. Y el embarazo, por romantizado que se encuentre su concepto por aquellos que tienen una visión divina del mismo, no parece joda. Digo “parece” porque sólo lo viví de compañero, pero me resultó suficiente como para aseverar que se trata de algo verdaderamente sacrificado.

Hasta donde he podido comprobar, lo único que hace falta para realizar cualquier tipo de esfuerzo, es amor por lo que se está realizando. Es el único sentimiento que puede lograr transformar el sufrimiento en algo superador. Desconozco, a la vez, una actividad que implique mayor sacrificio que el de gestar una vida y criar una persona. Sin lugar a dudas, pensar en ese proceso sin amor (entendido esto como deseo intenso), es transformarlo en una suplicio. Ya no sólo para quien gesta, sino para quien llega a donde no lo quieren.

Nadie entiende la interrupción del embarazo como algo agradable. El mismo proceso implica distintos grados de sufrimiento a nivel físico y emocional a veces imborrables, y la clandestinidad no logra más que aumentar la consecuencias negativas. La muerte sobrevuela cada acto desesperado haciéndose presente con una regularidad espeluznante.

El cinismo antipático que existe en aquellos que sienten mayor empatía por la continuidad de un cigoto que por la vida de una persona es aún más sacrílego que la misma interrupción.

En un mundo donde el acceso a una educación sexual que permita practicar una libertad responsable está tan restringido, sobre todo por aquellos cuyo pudor religioso les impide ver el valor de la divulgación de dicha información, es psicótico pensar que todos y todas estamos en igualdad de condiciones para decidir.

FOTO NA DANIEL VIDES.

Uno hace lo imposible por entender esos celebrados valores de familia y de tradición que se promulgan en muchos casos desde los distintos credos. Pero no sucede lo mismo a la inversa.

La práctica de la sexualidad es un hermoso y peligroso juego sin manual de instrucciones. Por suerte, es la misma sociedad la que se ocupa de instruirnos en sus reglas para la práctica segura, y es egoísta juzgar a quienes no recibieron ese libreto y ahora se tienen que enfrentar cara a cara con las consecuencias. Y no es sólo la teoría lo que les falta a muchos, sino las herramientas de la práctica.

Para salir a jugar al placer seguro no hacen falta sólo las bases y condiciones, sino el equipamiento adecuado. Forros, pastillas, DIU’s y etcéteras como si fueran cascos, protectores bucales y rodilleras como en cualquier deporte de contacto físico intenso. Porque sin la teoría de las acciones posibles y las herramientas para la práctica, es muy probable que las cosas no salgan bien y se produzcan daños colaterales.

Justamente, el aborto es uno de ellos. Como toda consecuencia negativa, no es algo que nadie desee (más allá de los sectores que pretenden extender su moral a quienes no tienen las mismas creencias). Si existe el aborto es porque había una persona sin la información suficiente, o sin las herramientas necesarias. Y no podemos culpar individualmente. La responsabilidad la debe asumir la sociedad haciéndose dolorosamente cargo de no haber estado presente educando y/u otorgando las herramientas que se precisaban para el acto en cuestión.

El Estado, si no estuvo para prevenir, tiene que aparecer para curar un mal que generó ausentándose. Continuar evitando meterse en ese juego sólo puede terminar en la muerte, como actualmente sucede con aquellas mujeres que siguen sin amparo aún en la situación de la emergencia de un embarazo no deseado.

Si las concepciones fueran divinamente inmaculadas como en las sagradas páginas que leen quienes entienden que la legalización del aborto es un genocidio, no estaríamos contando cadáveres. Pero en la realidad que atravesamos hay más perchas manchadas con sangre que palomas con espíritus santos y coronas de estrellas. En esta situación, sólo un rezo es útil. Y es aquel que pide educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar y aborto legal para no morir.