La mano de Cristina, los presos y un comisario político para Axel
Cristina Kirchner selló la suerte del primer echado del Gobierno. La vicepresidenta le bajó el pulgar a Alejandro Vanoli por sus fallas en la gestión y, sobre todo, porque había librado desde su arribo a la Anses una batalla sórdida con La Cámpora.
Si bien obtuvo su bendición para integrar el gabinete, Vanoli luego quiso tener vuelo propio y reportar a Alberto Fernández. En diciembre, una discusión por los cargos en el organismo con su segundo, Santiago Fraschina, alfil de Máximo Kirchner, terminó a los cachetazos.
Pero Vanoli no acompañó su audacia política con buen desempeño y despertó el malestar del Presidente. Para peor, aseguró su nombramiento como director en representación del Estado en la empresa Edenor, pero se “olvidó” de designar a un miembro de La Cámpora en el directorio de Telecom. Imperdonable.
El enroque que se produjo luego de la eyección de Vanoli deja al descubierto que en cuestiones de poder, por fuera de la agenda de la cuarentena, Cristina se reserva la botonera.
La designación de Fernanda Raverta -militante camporista-, como titular de la Anses, consolida la influencia de la agrupación sobre una de las cajas más grandes del Estado. Pero el dato más relevante es que la vacante que dejó en el Ministerio de Desarrollo Social bonaerense será ocupada por Andrés Larroque.
En el peronismo tomaron nota de la jugada. “Máximo le puso un comisario político a Axel”, sostiene un intendente del conurbano. Ya había intentado colocar antes a su amigo Rodrigo “Rodra” Rodríguez en esa área, en diciembre, pero Kicillof bochó la idea. Finalmente, aceptó a Raverta, con un perfil y una trayectoria distinta.
En cuestiones de poder, por fuera de la agenda de la cuarentena, Cristina se reserva la botonera.
El desembarco de Larroque tiene otra impronta porque le da aire al ala más dura de la “orga”, que había quedado en un segundo plano frente al triunfo de los moderados, como Wado De Pedro, ministro del Interior de Alberto.
El recelo entre Máximo y Axel es parte de las rarezas de la política, y de la psicología de Cristina. Ellos son su futuro, su proyecto, pero entre ambos hay una rivalidad y una desconfianza difícil de descifrar.
La pandemia no hace perder de vista que el año que viene hay elecciones de medio término y no es menor que la agrupación más incondicional a la vice se quedó con los bastiones de Anses y PAMI, estructuras con despliegue territorial en todo el país.
“Que Alberto esté en un 85% de aprobación es muy malo para la interna”, se lamenta, aunque suene a paradoja, uno de los interlocutores más cercanos al Presidente. ¿Por qué? Considera que “desequilibra” a los sectores más radicales, que lo corren por izquierda.
En los últimos días, Fernández parece haber perdido el timming. Navegó en la ambigüedad durante semanas hasta que la polémica por la situación de los presos le explotó en la cara.
Sabe que está sostenido por una coalición de fuerzas políticas de pensamiento distinto, que sobre todo cruje en definiciones sobre justicia y seguridad.
La rebeldía en las cárceles comenzó en diciembre. Y se concretó en dos andariveles distintos: los presos comunes y los “políticos”.
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Antes de que asumiera Kicillof, en las unidades de la provincia se organizó una huelga de hambre inédita. La lista de reclamos incluía liberaciones o arrestos domiciliarios para procesados sin condena, y para condenados sin sentencia firme. También requerían la vuelta del 2 por 1, régimen que permitía computar al doble el tiempo que permanecía un detenido sin condena.
Los presos olfateaban que se venía una política criminal distinta, más alineada con sus intereses. De hecho, habían de alguna manera apoyado el cambio: la fórmula Fernández-Fernández sacó más del 80% en las cárceles.
En ese contexto de expectativa, la Suprema Corte de Justicia bonaerense, el máximo órgano judicial de la provincia, cuestionó el “abuso” de las prisiones preventivas y solicitó morigerar las detenciones. Lo hizo el 11 de diciembre, justo cuando se daba el traspaso de mando.
Fernández quedó expuesto al avalar a su secretario de Derechos Humanos, Horacio Pietragalla.
Por esos días, en Comodoro Py se desplegaba el slogan de “Una navidad sin presos políticos”, que clamaba por la salida de ex funcionarios y dirigentes acusados de delitos de corrupción. Finalmente, los tribunales federales también se aggiornaron y, entre otros, le concedieron la tobillera electrónica a Julio De Vido.
La olla a presión intramuros continuó acumulando tensión hasta que la pandemia la hizo reventar. Era el pretexto perfecto.
Fernández quedó expuesto al avalar a su secretario de Derechos Humanos, Horacio Pietragalla, quien pidió la excarcelación de Ricardo Jaime y, entre otras cuestiones, presionó por teléfono a un tribunal para que libere a Luis D’Elía.
“Esto va para Derechos Humanos”, decía un detenido, en un mensaje directo al Gobierno, en un video registrado durante una protesta en la cárcel de Melchor Romero.
Los motines hicieron visible una revuelta que venía alimentada con señales del poder de hacía meses.
Pero el Gobierno esquivó el tema públicamente y no sentó una postura clara. Cuando lo hizo, ya se preparaban las cacerolas en la primera protesta fuerte en medio del aislamiento.