Estábamos en que Yrigoyen, el caudillo radical que había dejado a cargo al bueno de Alvear, se tuvo que arremangar y ganar las elecciones de 1928 contra otra lista de correligionarios. Fue con récord, así que volvió a ser presidente.

En la fórmula fue con Francisco Beiró, pero éste palmó antes de que los proclamaran, por lo que su lugar fue tomado por Enrique Martínez. Amigos, la cosa venía torcida.

Pero les decía, ganó cómodo, holgado y el puntito le dio derechos. El Peludo arrancó un gobierno de premios para los fieles, y sacó contratitos a troche y moche. Un poco de despilfarro sin romper nada. El problema era que la economía mundial se estaba por ir a tomar por saco y que sus propios correligionarios le estaban buscando sucesor porque lo veían ya viejo y sin futuro. Tampoco es cuestión de prenderse a la teta del pasado.

Segundas partes: el regreso de Yrigoyen al poder

Yrigoyen no la tenía fácil en el Senado, lleno de antipersonalistas y conservadores dispuestos a empiojarle cada ley laboral, la de nacionalizar el petróleo o la de crear un Banco Central. Todo se le frenaba, pobre cristiano.

La oposición más férrea fue la del socialismo de Juan B. Justo que había ganado un buen número de bancas en Diputados. En cambio, los conservadores perdían poder en el centro de la escena, aunque mantenían provincias importantes. Yrigoyen intervino Mendoza y San Juan. El senador mendocino Lencinas fue asesinado por un grupo yrigoyenista y se acusó al Presidente de instigador. A medida que pasaban los meses los astros se alineaban en contra de don Hipólito.

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Nada mejoró cuando sufrió un atentado a manos de un anarquista al que su custodia mudó de barrio a los tiros. Ya no era el Presidente que caminaba por la calle como un vecino más.

El paisaje, imagínense, no era demasiado alentador. Con el partido probándose el traje, los fanáticos propios ocultándole lo que pasaba y con la oposición afilando los colmillos no había que ser Pitonisa planta permanente del Oráculo de Delfos para adivinar el final.

Apenas si llegó a aprobar la jornada laboral de ocho horas y a intentar fijar el precio del petróleo, pero ya se había cocinado el estofado y había un nuevo actor con ganas de mojar el pancito: los militares.

Para las legislativas de 1930 era todo un polvorín con tiroteos, facazos y todo el folklore que le ponemos cuando tenemos ganas de ver el mundo arder. El oficialismo salió esquilado.

Por un lado, los universitarios fueron a pedir la renuncia del Presidente hasta su casa. Por otro, los radicales de la oposición denunciaron que el sistema republicano había dejado de existir. En la revuelta del río, ganancia de los conservadores y nacionalistas que empezaron a buscar una salida creativa al balurdo.

Las reuniones se sucedieron en el Círculo Militar, mientras el rol de los medios consistía en recordarle a cada argentino que Yrigoyen estaba viejo y lento. Cuando el ministro de Guerra, Dellepiane le informó de la conspiración al Presidente, éste le respondió que no había de qué preocuparse, que eran todos unos “palanganas”. Incluso le pidió que no detuviera a su antiguo correligionario, Uriburu, pese a que Dellepiane lo señalara como el cabecilla. En fin, Dellepiane renunció. Porque hasta la puerta se acompaña, más no.

Sin consenso, ni apoyos de ningún tipo, con la Gran Depresión mundial rebotando en la economía local y sin soluciones a la vista, con los medios, los empresarios de adentro y de afuera -que ya apoyaban con pasión y desinterés a lo que se venía - y hasta su propio partido en contra, Yrigoyen dejó el poder en manos de Martínez. El vicepresidente a cargo decretó el Estado de sitio, pero en seguida le explicaron cuantos pares son tres botas. Pim pum pam y a otra cosa, mariposa.

Segundas partes: el regreso de Yrigoyen al poder

Después de 70 años de imperfecciones, pero de ir llevándola dentro de los límites de la ley, tuvimos el primer golpe de Estado. Yrigoyen renunció y fue llevado preso a la isla Martín García, la del pan dulce esa porquería que le gusta a ustedes. La turba, en masa, y dando muestras de inconmensurable valentía, saqueó la casa de El Peludo. Y claro, ninguno se hizo cargo del caudillo, por más contratito que tuviera en el Estado.

El que se puso de presidente fue el General José Félix Benito de Uriburu. ¿De qué venía el hombre? Era hijo de primos, esto antes de la era de Twitter y los memes no parecía llamar tanto la atención. Además era oriundo de Salta, de profesión militar y sobrino del expresidente. De pasado radical, revolucionario, seguidor de Alem y fanático de Yrigoyen, se convirtió en conservador y golpista, hasta el punto de pedirse el retiro para dedicarle sus mejores horas a llevarse puesta la Constitución Nacional.

Por supuesto, hasta para las peores chanchadas en Argentina hay que esmerarse y ser hábil, porque el golpe no fue moco de pavo. Bastante la tuvo que pelear con Agustín Justo. Los dos estaban de acuerdo en pasarse las leyes por los huevos, pero Uriburu quería un gobierno corporativo, fascista y preferentemente eterno, mientras que Justo buscaba uno provisional, llamar a elecciones con partidos políticos y volver al fraude. La cosa sana.

Uriburu, el líder del golpe del seis de septiembre de 1930
Uriburu, el líder del golpe del seis de septiembre de 1930

El modus operandi fue bastante tradicional: hablar de moral, seguridad y crecimiento económico. Una oferta que nadie podía rechazar. Así arrastraron a oficiales y suboficiales a sumarse a la comparsa y tomar el poder, y a civiles también.

La pretensión del nuevo presidente era reformar la Carta Magna y transformar esto en un gobierno corporativista, con una cámara representada por los sindicatos, empresarios y otros tan respetables sectores, y otra cámara de representación política.

A los cuatro días del golpe, la Corte Suprema reconoció al gobierno, se decretó el Estado de sitio, se disolvió el Congreso y se intervinieron las provincias. Se instauró la tortura como método reflexivo, sobre todo si uno tenía la mala suerte de ser yrigoyenista, anarquista o socialista. Se pasaron militares por las armas, se censuró a la prensa, se intervinieron las universidades y se puso en marcha un tribunal marcial para juzgar a los que se pensaran distinto y osaran contarlo, uniformados o no. Empezaba a escribirse un manual, oigan.

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Estados Unidos e Inglaterra no se tomaron ni medio mes para dar la bienvenida a los nuevos aires. Desde París, Alvear declaraba que la cosa “tenía que ser así. Yrigoyen, con una ignorancia absoluta de toda práctica de gobierno democrático, parece que se hubiera complacido en menoscabar las instituciones. Gobernar, no es payar”.

Uriburu quiso llamar a elecciones en la provincia de Buenos Aires, pero las anuló cuando ganó el radicalismo de Honorio Pueyrredón. Rearmó el gabinete y puso de gobernador a Manuel Alvarado, como si fuera un ministro más.

Agustín Pedro Justo
Agustín Pedro Justo

Viendo como venía el horizonte, Don José Félix convocó a elecciones donde, con el viejo sistema de tocar los votos y la novedad de proscribir adversarios, ganó la presidencia Agustín P. Justo. Sí, el que había sido ministro de Guerra de Alvear. Su vice sería Julio Argentino Pascual Roca, sí, el hijo de Don Julio.

Y estamos en plena década infame. Total, qué le hace una mancha más al tigre.