La gula centralista
Y se había ido al diablo nomás la Junta Grande, la representación de los pueblos del interior y la mar en coche. La solución fue centralizar el poder en Buenos Aires y ponerle un bonito nombre al nuevo gobierno: “Gobierno Superior de las Provincias Unidas del Río de la Plata, a nombre del Sr. Don Fernando VII”. Con guiños al rey y todo.
Ya habíamos visto que a la Junta le había dejado la noble función legislativa, bajo el nombre de Junta de Conservación de los Derechos de Fernando VII. Y cuando se les ocurrió que podían sancionar un reglamento orgánico con división de poderes los mandaron a todos a freír churros y la disolvieron.
El 22 de noviembre de 1811, el Triunvirato asumió el poder con tutti li fiocchi y sancionó un Estatuto Provisional, con el eufemismo de permitirse "adoptar cuantas medidas estime necesarias para la defensa y salvación de la Patria". Tomá mate.
Pero poco iba a durar la tranquilidad, en diciembre vino otro intento de golpe, cosa que ya se nos hacía carne. Esta vez por el lado del Regimiento de Patricios, cuando al Triunvirato se le antojó reemplazar a Saavedra, que ya había caído en las malas, por Belgrano.
Desmadre, negativa a cumplir órdenes, desconocimiento de mandos superiores y todo el combo de siempre.
Se lo llamó “Motín de las Trenzas” porque, entre los cambios proyectados en el ejército figuraba el de cortar la trenza que, como signo de distinción, portaban nuestros patricios.
Tras el fracaso de la mediación de Castelli, se le encargó a Rondeau hacerse cargo del motín por la vía expedita. Atacó por los cuatro puntos cardinales y a otra cosa, mariposa.
Para hacer valer el veneno en la sangre, la cosa terminó con los cabecillas fusilados y colgados, ya que para muestra sirve un botón. Y el poder militar en el Triunvirato seguía engordando.
Encima, como el Deán Funes, siempre metido en camisas de once varas, los había apoyado. Los tres soberanos decidieron mandar a todos los diputados de la Junta (aquella de la sarasa de patitas) a sus provincias, para evitarse entuertos futuros.
De paso, cañazo: suprimió también las Juntas provinciales. No me van a creer, pero les juro que les designaban gobernador y delegados, porteños, claro. Y seguía el engorde.
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Para el Poder Judicial también había leña. Se suprimió la Real Audiencia reemplazándola por una Cámara de Apelaciones, con una disposición más acorde a las intenciones propias del gobierno capaz de cualquier cosa por salvar a la patria.
Tampoco tuvo el tridente apuro en independizarse de nadie ni en mandarse a redactar la bendita Constitución. Ahí andaba el secretario Rivadavia que no se perdía una. Mientras nos la pasábamos peleando contra los realistas, le juraba amor al querido rey y cerraba acuerdos comerciales con Inglaterra que, como ahora, era aliada de España contra Napoleón. Y nadie podía levantar querella.
De paso, le pedían a Belgrano que no se anduviera mostrando por ahí con la bandera. Que guardara los trapos, por las dudas.
En materia militar la posición fue de repliegue, armisticio con la Banda Oriental y mucha cautela, sobre todo en el norte, donde a Belgrano le pedían no hacer locuras.
Pero más trepa el monito, el culo más se le ve. Artigas repudió el acuerdo con los realistas de la Banda Oriental y encabezó el éxodo de la banda al campamento de Ayuí.
En Buenos Aires, un grupo de peninsulares fue acusado por Rivadavia de conspirar contra el gobierno. Juicio sumarísimo, secreto y expeditivo. 30 tipos pasados por las armas. Entre ellos, el héroe de la reconquista Martín de Álzaga. Se expusieron, didácticamente, los cadáveres en la plaza y se les expropiaron los bienes. Esto último a Rivadavia le gustaba bastante, al punto de haberse tomado la molestia de elegir a los acusados. Y tenía buen ojo, parece.
A esta altura el Gobierno ya era un pato rengo, ni les traían el café. Por eso, Belgrano desoyó la orden de replegarse a Córdoba y ceder el norte a los realistas, y salió victorioso en la batalla de Tucumán, lo que dejó planchado el prestigio de los tres gobernantes.
Mientras tanto se gestaba la idea de un ejército libertador y la declaración de la independencia en el seno de la Sociedad Patriótica y la Logia Lautaro. Allí militaba un correntino, héroe de Bailén, elogiado por Napoleón y subordinado de William Carr Heresford, un tal José Francisco de San Martín y Matorras.
A San Martín el triunvirato le reconoció el grado militar que traía de la madre patria y se le encomendó un 16 de marzo – un gran día, por cierto – la formación del Regimiento de Granaderos a Caballo, designándolo, además, comandante.
Con su uniforme basado en el semejante sueco – que no sería el único uniforme glorioso de nuestra historia que tomara algo de Suecia –, buscando profesionalizar a las milicias y poner en práctica las tácticas aprendidas en Europa, para mayo los granaderos ya tenían su primer escuadrón y tres compañías.
Para poner en práctica sus ideas, tanto la logia como la sociedad, intentaron colar en la nueva elección de triunviros a Monteagudo.
Pero Rivadavia logró imponer a Medrano y, al menos, salvó la ropa. O eso creyó.
Porque acá ya sabemos como funciona la cosa, si no se puede por las buenas, le buscamos la vuelta. Así que la logia, con los granaderos a caballo y los arribeños ocuparon la plaza. La Sociedad Patriótica se ocupó de los petitorios, los panfletos, los corrillos y de la movilización de los vecinos, que debían estar acostumbrados a esta altura, y otra vez, a una administración por el aire.
Con tal escenografía, el gobierno, que había acumulado poder con gula, acabó sus días renunciando. Quedó en manos del Cabildo la disposición de un nuevo Triunvirato, afín a la logia y con ratificación popular.
Así se integró el Segundo Triunvirato. Al menos esta vez ya sabían que había habido un primero con Rodríguez Peña y Álvarez Jonte –miembros de la logia- y Paso –que a esta altura habría escuchado lo de poner cara de boludo, porque estuvo en todas-. Con buen tino no se eligió a ningún militar en funciones para que la chusma no dijera que había sido un golpe de estado. Cuidar las formas, que a veces es casi todo.
Y ahí vamos ahora, por arrestos, juicios, destierros, una Asamblea Constituyente, una interna, renuncias y la vuelta del Rey que Napoleón, seguramente ya harto de todo y de todos, devolvía a España. Se vienen años movidos, a pluma y espada.