Gobierno: los hijos de puta
Y cuando ya creemos que este país no puede caer más bajo ahí vamos, con empeño y tesón a demostrar que claro que sí, que podemos. Y aquel 24 de marzo de 1976 los militares, con los muchachos del empresariado, la Iglesia, la embajada, los medios, los que no supieron parar a tiempo y los que eligieron no meterse, se cargaron al gobierno de Isabelita, a los demás poderes, a la Constitución y a millares de argentinos que quisieron pensar distinto.
Tuvieron sus modales, es cierto, a la exdelegada de Perón le garantizaron el respeto por su vida. Y hasta ahí llegaron.
Por supuesto, se esgrimieron razones de peso para hacer la salvajada, como el caos, la corrupción, la subversión, el vacío de poder y coso. Muchos cosos, para hacer mucha mierda. En esa línea, la misma noche del golpe empezaron los arrestos, los allanamientos y los secuestros de políticos y líderes sindicales, pocos estaban a salvo. El modelo desarrollado en Tucumán había sido una buena escuelita para desplegar, ahora si, a lo largo y a lo ancho de esta pobre nación, todos los conocimientos incorporados. Sin perder tiempo se impulsó el Consejo de Guerra, para fraguar una instancia judicial, y se impuso la pena de muerte, como para que todos sepan cuánto estaban valiendo los peines. Los medios fueron censurados, no fuera cosa tampoco que quisieran poner palos en la rueda y la actividad política, bueno, nada, con suerte podrían sobrevivir.
Tuvimos una nueva y novedosa división de poderes, se componía por una Junta de Gobierno integrada por los tres jefes de las Fuerzas Armadas, Jorge Rafael Videla por el ejército, Emilio Eduardo Massera por la Armada y Orlando Ramón Agosti por la Fuerza Aérea. El Congreso se disolvió y armaron una cosa de consulta con tres milicos por fuerza; los gobernadores fueron cesados y los interventores también. A la Corte Suprema la hicieron percha, no iba a ser necesaria en lo que se venía. Para darle un marco de legalidad sacaron un Estatuto, una especie de Constitución, pero ajustada a fines.
Todo este esperpento se coronó, como no podía ser de otra manera, con el fastuoso nombre de Proceso de Reorganización Nacional, tal vez, haciendo alusión al otro proceso, el de organización nacional que, habrá tenido sus miserias, pero fue más o menos dentro de la ley, lo que estamos acostumbrados. Una cuestión interesante: así como cuando uno no quiere, o no puede, hacer algo forma una comisión, cuando uno quiere quedarse a vivir en el sillón del siniestro Rivadavia debe llamarlo “proceso”, cosa de fijar objetivos antes que tiempo. Les dejo el tip, por si un día lo precisan.
Al personaje del ejército le tocaba el título de presidente, así que el primero de este período infame fue el mercedino Videla, tal vez el tipo más hijo de puta que nos haya tocado, y no porque no nos hubiéramos esmerado en tener otros, antes y después.
Todos tuvieron su premio, la economía quedó a cargo de José Alfredo Martínez de Hoz – Joe para los amigos, “el orejón” para los argentinos -, un prodigio del Consejo Empresario Argentino y presidente de ACINDAR, en Ganadería la Sociedad Rural puso al papá de la reina consorte de Países Bajos, Jorge Horacio Zorraguieta. La Asociación de Bancos ubicó a Adolfo César Diz en el Banco Central, un chaval que venía entrenado por el FMI, promisorio.
Pero esto era para la burocracia administrativa, para el resto de los asuntos dividieron al país en las cinco zonas militares, desde allí administrarían los centros clandestinos de detención y los grupos de tareas.
El plan económico, neoliberal, era un enlatado de Chicago. Se liberaba el cambio, las importaciones y se bajaban las retenciones. El FMI puso el hombro con 100 palos fuertes. La industria nacional se fue tomar por saco y las grandes compañías acá instaladas huyeron. ¿Se acuerdan cuando hablamos de Siam? Bueno, ya no hablaremos de Siam.
La economía empezó a concentrarse, generándose un grupete económico que se definiría como la patria financiera o la patria contratista, grandes grupos que se beneficiaban de las licitaciones y avisos estatales.
Para acompañar el desaguisado se prohibió el derecho a huelga, se congelaron los sueldos y, por las dudas, se intervinieron los sindicatos. Y, si con todo, quedaban ganas de protestar, ahí estaban listos para liquidar a los díscolos.
En el medio de esta noche espantosa, asomó una lucecita al final del túnel: el 16 de marzo de 1977, a las 3:20 de la mañana, en el Sanatorio Güemes, y luego de un atracón de pizza de mi madre, nació el arriba firmante. Así que, a partir de acá, empiezo a contar cómo me fue en el baile.
Volviendo, en este baldío somos creativos, vean, al ministro Joe, el orejón, se le ocurrió sacar una tablita, que no era más que una devaluación programada, fijaba el precio del dólar a 8 meses. Somos un fenómeno, no digan. Cuestión que se empezó a especular a lo grande, los créditos hipotecarios volaron al 100% de interés, perdiendo la gente sus casas. El Estado se hizo cargo de los depósitos y siguió tomando deuda. Era la hecatombe, aunque atribuida a factores psicológicos. La culpa era de la gente, claro.
Hasta acá nada que no hayamos visto, la historia de siempre. Pero el espanto del terrorismo de Estado reducía a la cuestión económica. Desaparecidos, fusilados, secuestrados, centros de detención clandestinos, apropiación de bebés, violaciones. Un asco. La excusa de la lucha contra la guerrilla abría una puerta al océano de proporciones bíblicas. Ser de izquierda, pertenecer a alguna minoría, escribir un panfleto, estudiar en cierta casa o estar agendado por alguno de los anteriores era causal para ser detenido y puesto a disposición, lo que equivalía a morir fusilado o tirado de un avión, previa tortura y sin posibilidad de juicio ni de pantomima alguna.
El sorete de Videla decía que “mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está… ni muerto ni vivo, está desaparecido”. Un cínico que se lavaba la cara con cemento cada mañana mientras demolía tan a gusto este burdel.
Los libros que no dijeran lo que tenían que decir se quemaban. Era bastante común, entonces, que las familias enterraran volúmenes en los patios.
Algunos resistieron. Otros desafiaron, como las Madres de Plaza de Mayo que, cada jueves, hacían su ronda en la plaza y golpeaban cuanta puerta podían para reclamar por el paradero de sus hijos y nietos. Otros muchos no se metieron, porque “algo habrán hecho”. Es que este país, hecho en base a la mala leche y el odio, siempre se nutrió de los cómodos y los infelices, si no, todo hubiera sido imposible.
En el medio del desquicio, y con absoluto desparpajo, nos organizamos un mundial de fútbol y le contamos al mundo que los argentinos éramos “derechos y humanos”, y un poco pelotudos también, pero eso dejamos que se diera cuenta el mundo por las suyas. El mundial lo ganamos y lo festejamos, a lo grande, como corresponde. Y el tal Videla le entregó la copa al gran capitán, Daniel Alberto Passarella. Y ya un día tendremos que hablar del nivel de Kempes y su lugar en la historia de nuestro fútbol.
Pero además de la masacre, del terror, de la cobardía y toda la mierda, fueron una manga de inútiles, porque nunca nos toca el primero de la clase tampoco. Y la economía se les fue bien al carajo, la desocupación fue récord, nos endeudamos hasta la manija y el peso valía la nada misma. Así que, como acá nadie se casa con nadie, al tal Videla lo mandaron a freír churros. En su lugar vino Viola, a ver si acomodaba los números. El resto de las cosas iba a seguir el mismo camino. Pero en la manga tenían una jodita más, a ver si salvaban la ropa, no se la pierdan. Manga de hijos de puta.