El sillón de Rivadavia y la marchita
Y entonces tenemos un Congreso Constituyente, no el ideal, pero Congreso al fin. Nos habíamos sacado de encima a los españoles definitivamente y San Martín, que había pasado por Buenos Aires, vio el balurdo que había y, notando que tal vez terminaría colgado en la Plaza, agarró a la nena, mochila al hombro y se tomó el piróscafo.
Ahora había que armar una nación, nada menos.
Había que levantar una nación entre la desconfianza de las provincias con Buenos Aires, entre unitarios y federales, todos fanáticos, claro, y con una olla a presión a punto de reventar, Brasil.
Y el tema Brasil, que se ponía espeso, necesitaba de un frente sólido porque el emperador se las traía. Así, se sancionó la Ley Fundamental en 1825 que mantenía unidas a las provincias, afirmaba sus autonomías y conservaba el carácter constituyente del Congreso aclarando que la Constitución solo sería válida cuando la aprobaran todas las provincias. Además, encomendaba a Buenos Aires las funciones del gobierno nacional hasta que este se creara. Era con todos.
Mientras tanto, en el Congreso de la Florida, del otro lado del charco, la Provincia Cisplatina declaraba su independencia del Imperio Brasilero y su anexión a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Hasta las manos. Así que acá el Congreso mandó a conformar un ejército nacional al mando del gobernador de Buenos Aires, porque se la vieron venir.
[recomendado postid=113146]
Para diciembre de 1825, Brasil nos declaraba la guerra. Y para ordenar la interna, se sancionó la Ley de Presidencia, eligiendo presidente a Bernardino Rivadavia, el del sillón.
La foja de servicios de Rivadavia era polémica. Venía de ser Ministro de Gobierno de Rodríguez, con cales y arenas. Había impulsado la reforma eclesiástica, que suprimía los fueros eclesiásticos y confiscaba las propiedades de las órdenes religiosas y, para confrontarle el poder a la Iglesia, había fundado la Universidad de Buenos Aires, la Sociedad de Beneficencia y el Colegio de Ciencias Morales. Meterse con el personal de tierra del todopoderoso costó una revuelta en la Plaza de Mayo que terminó con un par de fusilados. Además, había cancelado los Cabildos y estableció una ley electoral.
En 1824 nos había metido en un crédito con la Baring Brothers que nos empernó hasta la coronilla. Se terminó de pagar en 1904. Para más datos, del millón de libras, a las arcas porteñas llegaron no más de quinientas mil, porque ya se habían descontado las comisiones de los gestores, aunque la deuda se asumía por el total. El dinero, que era para fundar pueblos en las fronteras, crear un banco y hacer obras públicas, se usó para cualquier otra cosa menos para eso. Argentina, no lo entenderías.
Como garantía del préstamo se hipotecaron todas las tierras públicas, creándose la Ley de Enfiteusis, que permitía al productor rural explotar las tierras, pero no como propietario, sino como arrendatario. Lo maravilloso es que este arrendatario definía el monto del canon. Imagínense ustedes el carnaval.
Y así quedamos, endeudados hasta la pera y firmando un tratado de libre comercio con Inglaterra en que los piratas se llevaban la del león, la de la cebra y la del elefante.
Pero volvamos, lo eligieron Presidente, así, por la cara. Para arrancar, como Ministro de Guerra, que era lo que se venía, lo trajo a Alvear – ya en 1821 la Ley de Olvido, una especie de Punto Final de la época, le había permitido volver - y pidió que se declarara a la ciudad de Buenos Aires como capital. Y le dieron el gusto.
El gobernador Las Heras fue dado de baja, todos se quejaron y tole tole. Así, se nacionalizaban los recursos, pero también las deudas de Buenos Aires. Todo era de todos, lo bueno y lo malo. Los recursos de la aduana porteña para repartir y las tierras provinciales para garantizar ese préstamo que nos acostó media historia de esta extravagante nación.
Aunque ahora el problema era otro, teníamos el puerto bloqueado por la flota de los pentacampeones mundiales y las finanzas se deprimían. Pero nos fue bien, en cuatro meses el Almirante Brown los corrió en Martín García, en los Pozos y en Quilmes. Mientras, Alvear cruzó el pantano, los mandó a mudar de la Banda Oriental y les invadió Río Grande. El verdadero Brasil, decime qué se siente.
Para principios de 1827, Brown desactivó a la flota brasileña en Juncal y Alvear los sacó de una estampida en Ituzaingó. Fue ahí donde se encontró un cofre con la partitura de una marcha militar, presuntamente compuesta por el emperador Pedro I para que la estrenara en la victoria el marqués de Barbacena, al mando de las tropas. Pero no ganó, huyeron y ahí quedó la pieza musical.
Hoy, la “Marcha de Ituzaingó” es uno de los tres atributos presidenciales junto a la banda y el bastón, y se usa para indicar la llegada del presidente a cualquier acto. O debería usarse para eso.
Pero no todo era un lecho de rosas. Rivadavia, que tenía al imperio como para pedirle los pases de Pelé y Ronaldinho, entendió que necesitaba la paz a toda costa para dedicarse al despelote que tenía en casa y terminó ofreciéndole a Brasil la creación de un estado independiente en la Banda Oriental. El acuerdo al que llegó Manuel García reconocía, además, los derechos brasileños sobre los territorios disputados. Un poco pernicioso para haber ganado invicto en los cebollazos.
Es que el problema interno no era menor. Para fines de 1826 se había girado a las provincias el proyecto de Constitución que era un refrito sobre suave colchón de hierbas unitarias del ya fracasado de 1819.
Dorrego puso el grito en el cielo. Ni que hablar del Tigre de los Llanos, Quiroga, que se tuvo que ir a tirotear con Lamadrid, el unitario gobernador de Tucumán, delegado de Rivadavia, que amenazaba con quedarse con Jujuy, Salta, Catamarca, Cuyo y lo que fuera. Pero Quiroga lo derrotó, agenciándose el centro y el norte del vecindario.
Los congresistas no convencían a sus jefes y la guerra civil, esa que nos encanta en el campo de batalla, en los diarios del domingo o en Twitter, se ponía a punto caramelo.
El gobierno de Rivadavia iba, a toda velocidad, contra una pared.
Con semejante dislate interno más las concesiones a Brasil, se fue todo al demonio y entonces, a mediados de 1827, Rivadavia se fue de patitas a la calle y al exilio.
Dejó una deuda impagable, las tierras confiscadas, un país rehén de la pérfida Albión y una devaluación monstruosa de la moneda. Terminaba así otro proyecto de unificación.
Buenos Aires designó a Manuel Dorrego como gobernador, apoyado por los estancieros encabezados por Juan Manuel de Rosas y sus colorados del Monte.
Y no habría paz. ¿Y por qué habría de haberla?