Constitución, Cepeda y después
Ya tenemos patente de corso. Somos independientes y ahora hay que pagar las cuentas.
Con el aval del Director Supremo, Pueyrredón, San Martín se iba para Chile, en su campaña heroica para terminar con la amenaza realista. Mientras, Bouchard y Brown se agenciaban sus permisos para hacerse a los mares y allá fueron, como ya veremos más adelante.
En Buenos Aires, Pueyrredón reorganizaba la Logia Lautaro sin apartarse del unitarismo y el centralismo, que para eso lo habían puesto. Aplicado, se puso manos a la obra, nombró a los gobernadores de todas las provincias y se ocupó del destierro de los líderes federales porteños, como Dorrego o Sarratea. Para asegurarse el control, mandó a traer el Congreso de Tucumán a Buenos Aires y, ante la imposibilidad de derrotar a Artigas, le facilitó a Portugal el ingreso a la Banda Oriental.
Envió campañas contra Santa Fe y Entre Ríos, negó asistencia a Montevideo y destinó cuanto recurso pudo al Ejército de Los Andes. “Va el mundo, va el demonio, va la carne” le escribía a San Martín advirtiéndole que “No me vuelva usted a pedir más, si no quiere recibir la noticia de que he amanecido ahorcado en un tirante de la Fortaleza”.
Con todo, el Directorio se seguía debilitando mientras el litoral se le animaba, por la cara. En marzo de 1818, Ramírez sometía a Buenos Aires en la batalla de Saucecito.
Pero como cosa de nuestro destino, entre sablazo y sablazo, con lo puesto, a los ponchazos y en el medio del caos, llegamos a nuestro primer intento constitucional: la Constitución de 1819.
Para redactar esta Constitución se tomaron como modelo la de Estados Unidos y la española de 1812, que ya hemos conocido acá como “La Pepa”. Para darle forma, y como no podía ser de otra manera, se formó una comisión integrada por Serrano, Zavaleta, Sánchez de Bustamante, Sáenz y, aunque ustedes no me lo quieran creer, Juan José Paso, que estaba ahí, cual barón del conurbano que se precie.
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Y así salió para mayo, la Constitución que Buenos Aires, el unitarismo y el centralismo pedían con tres poderes y no mucho más. Un Poder Legislativo compuesto por un Congreso bicameral, con diputados de las provincias por proporción de habitantes y un senador por provincia, tres militares, personal de tierra del Eterno que preside el universo, un representante por universidad y el Director saliente, por si necesitaba fueros, calculo.
Un detalle era que para acceder a los cargos legislativos había que poseer determinada fortuna. Si es millonario no va a robar, seguramente. Claro.
El Poder Ejecutivo quedaba en cabeza de un Director elegido por ambas cámaras del Congreso con cinco años de duración en el cargo, podía ser reelecto por una vez y, vean qué dato más curioso, podía designar a los gobernadores.
Por último, un Poder Judicial compuesto por una Alta Corte de siete jueces y dos fiscales elegidos por el Director en acuerdo con el Senado.
Además, entre los grises, dejaba margen de maniobra para meter a un monarca si es que cerraban con alguno de todos los que andaban tentando por ahí.
Dicho esto, nuestra Carta Magna del '19 fue muy bien acogida por Buenos Aires, los porteños, los que vivían en Buenos Aires y por absolutamente nadie más. Y entonces al carajo todo, de nuevo.
En el litoral la cosa se puso áspera. López y Ramírez eran dueños del terruño, le marcaban la cancha a Buenos Aires y se hartaban de Artigas. Por fin, Buenos Aires tuvo que evacuar las posiciones tomadas en Santa Fe y Entre Ríos, y a Pueyrredón no le quedó otra que renunciar. Y, otra vez, a Rondeau le tocó ser Director Supremo, pero ahora en modalidad presencial.
Pero Rondeau venía con la misma cantinela y los caudillos ya estaban hasta los huevos. Entonces, para octubre las tropas entrerrianas y santafesinas marcharon a Buenos Aires a pedir el libro de quejas. Y, como la necesidad tiene cara de hereje, el Directorio, ya desahuciado, pidió el auxilio de las tropas portuguesas que ocupaban Montevideo. Una agachada irremontable, oigan. Para colmo, el Ejército del Norte, que bajaba a dar una mano, se sublevó en la posta de Arequito con el General Bustos que se disponía a separar a Córdoba de Buenos Aires.
Así que todo se iba medianamente al demonio cuando Rondeau dijo que de este laberinto salía por arriba y decidió movilizar a las milicias porteñas para enfrentar a los caudillos litoraleños en la cañada de Cepeda.
Y llegó primero, mejor dotado y con un gran dibujo táctico. Pero lo rodearon. Imaginen el paisaje cuando se dio vuelta y vio a todos formaditos y sus cañones apuntando al otro lado. Le dieron para que tenga y guarde, en lo que se llamó “la batalla de los diez minutos”. Rondeau se mandó a mudar y por unos pocos días asumió Juan Pedro Aguirre.
Con Cepeda se fueron a tomar por saco el Directorio, el Congreso y la Buenos Aires que supimos conocer. Y también la Constitución, por supuesto.
Los caudillos reclamaron la plena autonomía de las provincias y Buenos Aires se constituyó como provincia independiente, desapareciendo el gobierno central y el mote de Provincias Unidas.
Lo único que quedó en pie en Buenos Aires fue el Cabildo, que asumió el control de la Ciudad y de la Provincia hasta que la Junta de Representantes, regenteada por los vencedores de Cepeda, nombró gobernador a Manuel de Sarratea y Altolaguirre.
Los aliados del litoral entendían que una cosa era derrotar a Buenos Aires y otra, bien distinta, era despreciar a Buenos Aires. En Sarratea tenían un aliado para la causa federal en la provincia más rica, donde, además, Dios atendía el boliche 24 por 7.
Y entre los tres se montaron el tratado del Pilar, con federalismo, navegación de ríos interiores y toda la pompa. Así terminaron con el período de las Provincias Unidas e iniciaron la etapa de revueltas entre sectores económicos, ideológicos y regionales en busca de una fórmula de unidad nacional, donde los socios de hoy pueden ser los enemigos de mañana.
Como ayer, como hoy, como siempre.