Civilización y barbarie bien entendida, según Sarmiento
Estábamos en eso de aniquilar al pueblo paraguayo, dándonos fuerza con los hermanos brasileños y uruguayos, como para que la cobardía fuera completa. Lo importante era que los guaraníes se acomodaran, como el resto de los melones, en la carretilla del liberalismo que hacía feliz a la pérfida Albión. Y no íbamos a escatimar recursos, muertos ni consecuencias.
El cólera hacía estragos en Buenos Aires y las familias ricas del sur de la ciudad se mudaban al norte, dejando a los apestados al cuidado del personal de salud, dando lugar a los que más tarde serían los conventillos.
Era la forma de hacer distanciamiento social de la época. Total, la curva no se iba a aplanar un carajo.
Así dejaba el país el dueño de La Nación, y había que elegir al sucesor. Entonces a Lucio Mansilla se le ocurrió que el exministro plenipotenciario ante Estados Unidos, Domingo Faustino Sarmiento podía ser potable.
Reunía el requisito de ser del interior y, aprovechando que la fórmula Urquiza–Alsina se había malogrado por el vedetismo de los candidatos, le pusieron al tal Alsina de vice, que era el contrapeso porteño. Necesario e indispensable. Y así todos se quedaron con su pancito en el estofado.
La fórmula fue aprobada por la liga de los gobernadores y, no por mucho, ganó las elecciones. La idea era seguir por el mismo camino, organización nacional, libertad, liberalismo económico y una dosis de barbarie bien entendida.
Sarmiento antes de llegar a la Presidencia
Veamos de qué venía el prontuario del sanjuanino que aprendió a leer a los cuatro años, a instancias de su padre y su tío.
Se interesó por los roscazos cuando Quiroga entró en San Juan con sus montoneras. Ahí se incorporó al ejército del General Paz, pero como el Tigre de los Llanos les ganaba siempre, se exilió con indiscutible valentía en Chile, donde fundó una escuela, se enredó con una alumna y tuvo una hija.
Volvió a San Juan y se dedicó al negocio de moda, abrirse un diario: El Zonda. Pero, en vez de censurarlo, decidieron cobrarle un impuesto, así que lo cerró y se volvió a Chile a ejercer el periodismo.
Se casó, adoptó a Dominguito, escribió Facundo –el libro preferido de mi abuelo, Dios lo tenga en la gloria– y se dedicó a sacudir a Rosas.
Después paseó por el mundo conociendo distintos sistemas educativos como asesor del gobierno chileno y, gracias a ese world tour, en 1846, se entrevistó con San Martín en Francia. De paso, anduvo mezclado en el ejército de Urquiza cuando se cargaron a Rosas y fue el primero en entrar a San Benito de Palermo, donde hoy está su estatua, en el sitio que ocupara el dormitorio del restaurador.
Su trabajo en el gobierno mitrista
Como ya hemos repasado en esta columna semanal, Sarmiento pensaba que la civilización era la ciudad, lo que tenía tufillo a Europa, el progreso, lo in. En contraposición, lo rural, el gaucho, el indio, atrasaba, era la barbarie, lo out. Y la civilización debía vencer, amigos.
No olvidemos aquella carta a Mitre para que no economizara sangre gaucha, “el abono para hacer útil al país”.
Porque, rezaba el padre del aula, “la sangre es lo único que tienen de seres humanos esos salvajes”. También había pedido horca para Urquiza, el entrerriano elástico que lo recibiría con honores a cambio de que no le tocaran los huevos y lo dejaran procrear en paz.
Ya durante la presidencia de Mitre, le dieron la gobernación de su provincia para ejercer la franquicia liberal que unificaba a los argentinos. Allí hizo caminos, fundó escuelas, promovió la minería y volvió con la cantinela de El Zonda.
Renunció después de decretar un estado de sitio para darle las del pulpo al Chacho Peñaloza. El Ministro del Interior le tuvo que explicar que era muy civilizador y educador, pero que el estado de sitio sólo lo decretaba el gobierno nacional. Y ahí Mitre lo mandó a Estados Unidos de embajador, lo que hoy conocemos como salida elegante.
Sarmiento, el presidente
Ya volviendo en la madre patria del norte, Sarmiento fue elegido presidente. Acá seguía la guerra y la guerra le iba a llevar la vida de Dominguito, en la batalla de Curupaytí, una hazaña paraguaya a la altura de aquel Independiente vs. Talleres, de esas de una en un millón.
Como Presidente creó la friolera de 800 escuelas, el Liceo Naval y el Colegio Militar.
Amplió la red ferroviaria, construyó puertos y extendió las telecomunicaciones. Organizó el primer censo nacional y creó el Boletín Oficial. Fundó el botánico y el zoológico, cosa que nadie le cuestionó porque no andábamos tan deconstruidos y ver monos encerrados era todo un plan familiar de fin de semana. Lo otro que trajo fueron unas palmeras y esos árboles de mierda que, hoy en día, nos matan de alergia.
Como buen presidente argento pifió el cálculo cuando fomentó la inmigración. El tipo estaba seguro de que nos llenaríamos de ingleses y escandinavos dispuestos a invertir en el desarrollo industrial y la cultura, pero como acá sólo había tierra, los únicos que vinieron fueron los campesinos del sur de Europa, frustrando al grande entre los grandes.
En cuanto a la guerra con Paraguay, Brasil le durmió cuanto pudo, acordando con los guaraníes adjudicarse todos los territorios en disputa y apoyándolos en contra de los reclamos argentinos. Pentacampeones del mundo.
Por supuesto que tuvo sus revoltijos internos en este lodazal, como cuando López Jordan se alzó en Entre Ríos, cosa que acabó con la muerte de Urquiza en su Palacio San José -si van por ahí verán la mancha de su mano ensangrentada en un vidrio, cosa que nunca entendí por qué nadie limpió-. Ahí mismo se le declaró la guerra a la Entre Ríos gobernada por López Jordan, pero sin intervención federal porque el Congreso la rechazó.
Finalmente, las tropas nacionales vencieron, Lopecito se tuvo que ir a Brasil y los federales fueron destrozados y separados de todos los cargos que ocupaban.
Su caída
Pero el caudillo tomó impulso y volvió, por lo que Sarmiento le puso precio a su cabeza. El Congreso no aceptó y le explicó al presidente que había que aflojar un poco con eso de decapitar a troche y moche pero que bien podía aplastarlo militarmente, como Dios manda. Y así fue, con los fusilamientos de rigor y el exilio del federal en Uruguay.
La cosa quedó ahí hasta que en 1873, mientras Sarmiento se dirigía a la casa de Vélez Sarsfield, -con cuya hija solía arrugar las sábanas-, sufrió un atentado del que ni se enteró porque estaba sordo. La obra inconclusa quedó atribuida a un par de anarquistas italianos a los que les explotó el trabuco mandados, según declararon, por López Jordan.
Y así llegó al final de su mandato, apoyando a su exministro de justicia e instrucción pública, el tucumano Nicolás Avellaneda, como heredero quien triunfaría en las elecciones contra Mitre, y al que le estallaría la crisis económica que se criaba desde la guerra y los préstamos a mínimo interés a deudores insolventes del Banco Nacional.
Sarmiento dejaba la presidencia, pero como buen planta permanente de esta bendita nación, no la vida pública…