Un día la vi corriendo a Madonna por el parque chico que está al lado de la iglesia de la Santísima Trinidad, a la que iba Kennedy, en Washington DC. No sé qué hacía en esa ciudad sin encanto un día de semana a las ocho de la mañana. Yo no había podido dormir bien y me había ido a comer un sandwich de bacon, lettuce and tomato con un café a un banco de la plaza, mirando pajaritos de saltos cortos y amortiguados.

Era Madonna, seguro. Iba sola y no le importaba no tener guardaespaldas visibles corriendo atrás. No parecía haber guardaespaldas ninjas corriendo escondidos, dispuestos a atacar para defenderla y meterla a la carrera en una limo de las que aparecen coleado de la nada.

Tenía puesto un jogging gris de verano, estaba chivada y tenía el pelo atado tirante y una vincha finita y roja. Madonna tiene una cara increíble, pero sobre todo el aura de un ángel que la cubre, algo celestial que llena estadios y plazas casi vacias a las ocho de la mañana.

Madonna dio dos vueltas al parque y traté de no mirarla de espaldas para que no percibiera que miraba.

Dio una vuelta más y se puso a estirar en el banco de al lado. Me miró, la miré como si mirase a mi prima Sabina, hija de un griego, puso cara de beautiful day, uh. Repetí el gesto fingiendo poca emoción, que es lo que se hace para no incomodar al importante, y se fue caminando.

Cavallo me dijo que espere a Kissinger en el lobby del hotel U.N. Plaza y que lo lleve hasta su habitación cuando llegara. Cuando llegó hubo un revuelo como un viento circular. Kissinger iba con un guardaespaldas joven, rubio y rosado. Eran más de veinte pisos, me quedé callado porque me parecía que no tenía nada para decir. Me dijo How are you, young man?. Tenía la voz como si adentro del cuerpo estuviera lleno de piedras grandes. Le dije fine, Dr. Kissinger, it´s my first time in New York. Kissinger me palmeó y me dijo New York and first time, a hell of a combination.

Una vez en Roma le di la mano a Berlusconi. Era como una garra chiquita y fuerte, la mano de un zorro. Berlusconi es muy petiso y color naranja. Me sonrió a mí y en esos dos segundos lo único que había en su vida era sonreírle, inundar de sol, a un pendejo sin nombre en una comitiva de un país que queda abajo.

En una convención mundial de liberales en Santiago de Chile le di la mano a Uribe. Me pareció que no tiene alma.

En Turín vi a un metro al Dottore Agnelli, el fundador de la Fiat. Pensé que no había un león humano más grande en el mundo hasta que una vez almorcé con Franco Macri. Ese señor hubiera logrado lo que quería en cualquier lugar, patria contratista o no. Lo único que había alrededor suyo era la respiración de un animal poderoso, ligeramente de mal humor, tres pensamientos adelante de los otros.

Susana Gimenez está palo y palo con Madonna, la promesa dulce de la paz de la India invade todo si la cruzás en un restaurant.

Una vez Macri me llevó hasta mi casa en auto y me pareció que era un tipo que había decidido que el camino de su vida iba a ser romperse el culo.

El Turco Asis me resulta muy carismático, pero puede que sea que lo admiro por cómo escribe.

El carisma es una forma un poco deshonesta de manipulación invisible. El talento de ser la droguita de la que la gente no se quiere despegar. La promesa muy falsa de que estando cerca, en el formato posible, te vas a parecer un poco.

Es cómo una bendición que no te llame tanto la atención el importante. Es lo que te permite estar cerca, lo que les baja las alarmas por sentirse menos mirados y, al mismo tiempo, activa la pregunta incómoda de por qué este no me mira.

Los poderosos necesitan de alguien que les diga lo que piensa sin querer sacar más partido que entender ese planeta que el talento mueve.

Los poderosos son gente de la que aprender. Logran adaptar el mundo a lo que tienen en la cabeza y salir de eso medianamente enteros. Los poderosos de verdad son los que saben preservarse, cuando hay que descansar de ser sustancia que da goce, o consuelo, y adormece.