A.K-D.K (Antes y después de Kirchner)
Puede decirse que con Néstor Kirchner se inicia en la Argentina del packaging político el ejercicio estrábico del poder. Es probable que el presidente que se fue haya sufrido en algún momento la dificultad para enfocar que lo constituía, pero también que se haya acostumbrado después a mirar de esa forma. A recrear una situación en la que su interlocutor siempre sabía menos sobre el alcance de la disfunción y sobre el escenario que armaba.
Kirchner veía más de lo que se suponía. Tenía la capacidad de posar un ojo en la táctica y otro en la estrategia. Uno en la superficie y otro en las profundidades. Uno en sus mocasines y otro en el horizonte. Lo obsesionaba el corto plazo, se desvivía por conservar la iniciativa y sorprender como sea, aunque después ese gesto repentino con el que primereaba a todos pudiera volverse incluso en su contra. Desde el juicio político a los miembros de la vieja Corte hasta la erradicación de la jubilación privada, desde el proyecto del Fútbol para Todos –menos para Clarín- hasta el adelantamiento de las elecciones para perder antes con De Narváez.
Sin embargo, Kirchner también miraba con otro ojo el largo plazo. Él, su esposa, Máximo, La Cámpora, las regalías petroleras de Santa Cruz en el exterior. Trazaba una directriz entre esas dos instancias. Sujetaba el poder con una mano y ensayaba al mismo tiempo un lanzamiento. Adversarios suyos que reclamaban una estrategia de largo plazo, contemplaban en estado de somnolencia su habilidad para jugar en una baldosa.
Por eso, su ausencia lo deja ver más claro: a partir de 2003 Kirchner es el único que sabe leer desde su estrabismo la nueva condición de posibilidad para la política. A partir de ese momento la política sólo existe en esa primera doble dimensión temporal. Pero también en otra más ligada a la pirámide social, que el kirchnerismo se esfuerza en hacer viable a fuerza de subsidios millonarios para los grandes empresarios y de subsidios sociales para los convidados de piedra.
Ejercicio del poder, manejo de las relaciones con los factores de poder internos y externos y -hasta entonces algo considerado inútil- una mezcla de sensibilidad y viveza para descifrar lo que sucede en ese otro plano que no es el del poder tal como se lo entendía desde el regreso de la democracia. Lo que se cocina ahí abajo debe ser leído para después operar sobre ese terreno: para subordinarlo en función de ese arriba que el ex presidente vino a relegitimar, aunque todavía le cueste reconocerlo a propios y extraños. Kirchner estatiza la palanca de cambio: es el que desde arriba autoriza o rechaza la posibilidad de cualquier transformación y logra que su abajo acate. Corto y largo plazo. Pero también arriba y abajo en relación. Porque si nos despreocupamos por completo del abajo, el arriba corre peligro. Los dos. No uno u otro. Los dos. A partir de Kirchner. Después de Kirchner.
Ganar tiempo
“¿Cómo estamos? Estamos como Monzón con Bennie Briscoe”. Esa fue la frase que pronunció pocos días después de perder con De Narváez en la provincia. En su peor momento, se acordó del combate más dramático de Carlos Monzón, en el que estuvo al borde del nocaut. Fue en noviembre de 1972, seis días antes del primer regreso de Perón. Monzón tenía el estadio a su favor, pero sobre el final del noveno round el norteamericano lo sacudió con un derechazo y estuvo a punto de voltearlo: estaba contra las cuerdas y sólo por eso no cayó. La imagen que aún vuelve es la del santafesino, grogui y casi sin aire, buscando la hora desesperadamente en el enorme reloj del Luna Park y aferrándose a su rival para no caer. El campeón mundial de los medianos, que tenía 30 años, no perdió aquel combate ante Briscoe. Lo ganó por puntos y en fallo unánime. La estrategia de abrazarse al rival para evitar un golpe definitivo le dio resultado. Monzón desoyó los gritos del árbitro (“break, break”), fue al descanso, recuperó el aire y llegó hasta el último round. Después, siguió peleando cinco años más y mantuvo el invicto hasta que se retiró. Kirchner hizo algo parecido. Hoy lo admiten de mala gana hasta los enemigos que, ya está dicho, con su muerte se sintieron huérfanos y se quedaron sin norte. Murió un año después pero el kirchnerismo lo sobrevive.
El ex presidente combinaba los reflejos que le permitían estar pendiente del clima del momento y la astucia para ser capaz de perforarlo en un instante, con una medida, con esa capacidad para dar vuelta el mantel y hacer volar por los aires cualquier previsibilidad y cualquier banquete. “Nunca perdió autoridad política. Los votos van y vienen. Lo que no se puede rifar es la autoridad política”, dice uno de sus amigos.
Kirchner demostró que todo lo sólido se desvanece en el aire. O mejor: comprobó que, en esta era, nada es tan sólido como parece. Incluso demostró que su propia y endeble construcción podía venirse abajo en muy poco tiempo. Y también recrearse. Supo moverse en ese territorio fangoso en el que todos se hunden de a ratos. Astillar el blindex del consenso y demostrar que la homogeneidad era un cristal. Esperar sin ceder ese momento que, amplificado al infinito, parece eterno. Ese tiempo del minuto a minuto que nos gobierna y se presenta único cuando no accedemos a otra temporalidad, más propia. Kirchner en algún lado armaba su tiempo. Y en ese tiempo, que también es un lugar, redefinía conceptos. Memoria, poder, corrupción, corporaciones, política, represión. Nada de todo eso quiere decir lo mismo después de Kirchner.
Antes, parecía difícil ignorar el sentido homogéneo y asfixiante que se construye a nivel de la superficie. Inauguró un tiempo propio que se abstraía del afuera que le reclamaba (lo que fuese): los cambios de fondo que nunca quiso hacer, el diálogo, la renuncia de Moreno, las conferencias de prensa, la reforma impositiva, la represión de la protesta social, el límite a las mineras. En el camino, las organizaciones sociales, los movimientos de derechos humanos, las corrientes sindicales resignaron su propio tiempo -forjado durante años- y sucumbieron en el tiempo de Kirchner. Pero ese es otro tema. Él no se dejó gobernar por ese afuera. Y así construyó, ya sobre el final, un nuevo consenso hecho de obviedades que sonaron novedosas, discursos de un poder que insistía en victimizarse y presentarse como sojuzgado, en alianza con un grupo de corporaciones, en puja con otras. Un posibilismo colmado de épica. Todo impensable antes de Kirchner.
Desoir el gong
Seguramente en Kirchner y en el momento que le tocó hay una excepcionalidad a la que nos toca asistir. Algo que le permitió captar que lo evidente suele ser endeble. Su trayectoria, en la que el poder fue una constante que buscó preservar, se lo permitía. Setentista marginal, beneficiario de la plata dulce, parte sustantiva del proceso privatizador y, sobre todo, sobreviviente que acumulaba en su cuerpo capas muy disímiles de la política. No parece haber un Kirchner que haya desechado por completo ninguna de las etapas que atravesó. De todas se llevó puesto algo. A eso se refería Luis D’Elía cuando lo llamaba “nuestro hijo de puta”.
La mejor versión del santacruceño afirma que, contra todo lo que había pregonado la postdictadura que llega hasta 2001, en política cualquier enfrentamiento es posible en cualquier momento. Y que advertirlo, ser consciente de eso, puede ser ya una ventaja decisiva. Kirchner les perforó el intestino a los que creían que no se iba a animar nunca a nada. En realidad, a ese nivel, el problema no era con él. Era con la corporación política, que también a regañadientes le agradece su trabajo. La política de la democracia no se animaba a nada. Kirchner empezó peleándose con dinosaurios en retirada y terminó enfrentando actores de peso. ¿Cuál fue ese plus sobre el que se empoderó? Ese vector no contemplado por las relaciones de poder existentes, un más allá de la evidencia. Capaz de perder con un producto puro del marketing en una elección en la provincia de Buenos Aires y de aplastarlo días después en los cien metros de la política. En ese vínculo con esa base difusa e inalcanzable para el resto de sus contrincantes, forjó su poderío. También sufrió palizas memorables, como la de la Resolución 125, cuando se topó con un actor social que al principio no contemplaba, y luego subestimó. Pero nunca dejó de pelear y hasta el último día vivió las 24 horas para la política, que era su forma de entender el poder.
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Pasado el tiempo, lo que interesa es esa decisión de desoír el gong del adversario que se apura a reclamar que tires la toalla. Ese primer gong que pudo haber sido aquella nota ultimátum de José Claudio Escribano o esa otra de Rosendo Fraga, a la mañana siguiente de la derrota ante De Narváez. Si hay algo en lo que Kirchner se impuso fue en su decisión de no ceder a la construcción de climas que le fijaran condiciones. Enemigo de un consenso que se había armado sin consultarlo, su virtud fue notar lo artificial y lo gaseoso de los climas políticos que se generan a partir de una elección (nacional, provincial, municipal. Las pantallas de TN que lo desquiciaban fueron el emblema de lo que debía ser desmontado. “Realidad virtual, realidad real”. Subjetividad propia y ajena. Esa tensión que potenció Kirchner y que lo sobrevivió.
La versión original de esta nota fue publicada en el número 7 de la revista Crisis, en octubre de 2011.