La batalla cultural contra el marxismo
Nunca se vio en la historia de Argentina esta desopilante sumatoria de acontecimientos judiciales, económicos y políticos. Por un lado, la fascinación de un 20% de la sociedad por la figura de Cristina Kirchner, una mujer descontrolada ayer y hoy. Ayer al mando de un gobierno que dejó un país inutilizable a partir de la batalla cultural que emprendió.
Una batalla enfocada en debilitar a la sociedad para poder controlarla más fácilmente. Pero esa debilidad fue bien elegida, hasta el punto de que el argentino es el único tipo humano del mundo que no puede entender que debe pagar por lo que gasta y que su suerte en esta vida depende de lo que él decida hacer y no de lo que el Gobierno le otorgue o le permita hacer.
Cuando muchos países de la Europa Oriental lograron extirpar de sus sistemas la cultura marxista, sus habitantes no se quedaron esperando a que el Estado les lleve la sopa de remolacha a la boca. Simplemente no había más sopa. Y una generación entera tuvo que entender que aprendían a manejarse solos en el camino de conseguir dinero para comprarla y pagar sus gastos, o bien terminaban en la calle muriendo de hipotermia. Corta la bocha. Se había acabado la sopa de remolacha gratis.
De los inicios de la década del '90 hasta mediados del 2000 (pongamos unos 15 años), las ex repúblicas soviéticas merodearon en socialdemocracias débiles (como la actual Argentina), producto del neonazismo y una gran parte de la población que, después de la fiesta de liberación del yugo comunista, se dio cuenta de que papá y mamá no estaban más, que estaban solos en el bosque. Y no les gustó nada. Querían volver.
Pasaron 15 años inventando técnicas para aprender a eliminar cualquier vestigio de aquella batalla cultural marxista que por décadas los habían suprimido como seres humanos activos. Con partidos que se armaron y se disolvieron. Figuras políticas que aparecían para ser legendarios estadistas nacionales para luego sucumbir al anonimato en pocos meses; o, en su defecto, a la cárcel. Pobreza, hiperinflaciones, guerras de secesión, miles de protestas. Cuento conocido.
Pero con el recambio generacional aparecieron los actuales jóvenes gobernantes. Croacia, Estonia, Eslovenia, Ucrania, Georgia, Lituania y casi todas esas repúblicas lograron un consenso social e ideológico para navegar el mundo actual, que poco tiene que ver con el mundo que dejaron atrás desde la caída del muro de Berlin.
En esas repúblicas nació y se asentó la idea de que cumpliendo reglas económicas mundiales se vive cada día mejor, lejos de la nostalgia, el recuerdo y los líderes ya muertos que hundieron sus vidas en el pozo de la depresión generalizada y el fin de la felicidad. Ambos ingredientes esenciales que necesita para existir todo fascismo/comunismo o como se llame la subespecie populista autóctona de cada región. El kirchnerismo en Argentina, por ejemplo.
Lo que pasa hoy en Argentina no es "raro" o "especial", como siempre nos gusta creer. Pasó exactamente lo mismo en una docena de países hace no menos de 15 años. Los jerarcas de los antiguos regímenes fueron presos, varios de ellos fusilados o colgados por las masas. Luego, gobernaron elites sociales altas, medias y bajas, con gobiernos fuertes, débiles o neutros. Y, tras una década y media de fracasos, encontraron todos el mismo camino, el de la perdurabilidad republicana, la honestidad extrema y la sofisticación tecnológica.
Pero el punto clave es que dejaron de lado los inventos económicos y los artificios. Si la actividad primaria de un país es la pesca, no se va a poner a fabricar zapatillas, va a vender pescado. Si tienen nueve meses de nieve, no van a hacer dos cosechas de maíz por año. Si no hay inversiones, bajan los impuestos; si hay muchas inversiones, los dejan para que no se vayan a otro país.
Es reorganizar y razonar, y esa es la tarea de los argentinos. No se sueña más, se terminó la siesta. Ahora, hay que vivir.