Con frecuencia escuchamos a los dirigentes políticos de nuestro país hablar de las deudas pendientes de la democracia, generalmente para instalar en la agenda intereses particulares muy lejanos a los del pueblo argentino.

Sin embargo, hoy no quiero hablar de esas deudas, de las que no se sabe quién es acreedor porque nadie las reclama. La deuda de la que hablo es una deuda que tiene la clase dirigente con los argentinos, pero que todos se rehúsan a pagar. Esa deuda que lleva ya 40 años no es otra que la causa Malvinas.

Causa, dicho sea de paso, frecuentemente usada por nuestra clase política como un velo para ocultar su pobre compromiso con la Patria, limitada estrictamente a ser un breve recordatorio de nuestros héroes que empieza y termina el mismo 2 de Abril, para volver a descansar en un página más de los manuales de historia.

Gómez Centurión, durante la Guerra de Malvinas.

Esa es exactamente la deuda que tienen con nosotros: la de llamar a las cosas por su nombre, decir las cosas de frente y la verdad sin matices. La deuda que le deben a los argentinos es hablar de Malvinas en profundidad: no como un asunto del pasado sino como una herida abierta para el pueblo y un problema geopolítico para el Estado.

Malvinas es futuro

La cuestión Malvinas es un asunto latente y más vigente que nunca. Su resolución define la proyección geopolítica de la Argentina en el escenario mundial. Si la Argentina claudica aún en el más mínimo asunto, renuncia no solo a su honor sino también a su futuro.

A 600 kilómetros de nuestra costa patagónica se encuentra una base aeronaval de la coalición militar más poderosa del mundo. La presencia de una fuerza militar multinacional es un constante desafío a la hora de ejercer soberanía tanto en las aguas territoriales como en la zona de exclusión, para controlar tanto el tráfico marítimo como los recursos pesqueros y los hidrocarburos existentes en la plataforma continental.

Las flotas de las corporaciones extranjeras, avaladas por sus gobiernos con la complicidad y protección británica, se han servido de las Islas Malvinas para operar en nuestras aguas y saquear nuestros recursos sin que la Argentina obtenga nada a cambio.

Aún así, las Islas Malvinas se encuentran virtualmente aisladas de cualquier otra posesión británica, de forma tal que su lejanía condiciona su autonomía práctica. Sin la complicidad de varios de nuestros países limítrofes, los costos logísticos tanto de vuelos y embarcaciones civiles como militares dificultarían mucho más el saqueo y la ocupación de las islas. Nuestro primer desafío es fortalecer nuestra presencia diplomática en América para volver a ser un país que pueda ejercer su soberanía.

La deuda vence en 2048

Malvinas también constituye un litigio estratégico cuyas diversas aristas sientan precedentes para futuras disputas geopolíticas a nivel regional. Las Malvinas no solo están frente a nuestras costas: también son la puerta de entrada a la Antártida.

La Antártida Argentina supone el 40% de nuestro territorio. Nuestra presencia permanente comenzó en 1904 en la presidencia de Julio Argentino Roca, y es tan territorio tan argentino como Salta, Misiones o Buenos Aires. Su ubicación en el globo supone un difícil acceso para cualquiera de las potencias europeas que la han codiciado por décadas, mientras que para la Argentina es literalmente la emergencia de la Cordillera de los Andes, una prolongación natural de nuestro territorio bicontinental.

La Base Marambio, Antártida Argentina.

La compleja trama de relaciones entre los países que reclaman una porción de este continente se rige por el Tratado Antártico, instrumento que, hasta la fecha, ha mantenido con éxito una cierta paz, aunque bajo condiciones muy estrictas que, a largo plazo, son poco viables.

En el año 2048, el Tratado Antártico podrá ser revisado y modificado por la mayoría simple de sus 56 Estados parte. Procuro no ser alarmista, pero cuando ese día llegue, los paladines del cambio climático, invocando la preservación de alguna especie animal o la protección del casquete polar, no dudarán en culpar a la Argentina de “tamaña desgracia” para posteriormente poner bajo intervención de algún organismo supranacional nuestra porción de territorio nacional.

En 2019, Emmanuel Macrón sentó un precedente cuando osó poner en tela de juicio la soberanía de Brasil sobre el Amazonas frente a su incapacidad de proteger la selva vírgen de los incendios forestales. Nuestra clase dirigente no dudó un instante en alinearse con el discurso de la gobernanza global: “el Amazonas es un bien de toda la humanidad”. Curioso es que, ante una idéntica situación en Australia, nadie puso en duda la autonomía de la ex colonia británica.

El problema de Argentina es mucho más grave de lo que parece, porque nuestra soberanía, tanto en la Antártida como en su puerta de entrada, las Islas Malvinas, no solo está cuestionada sino que, además, está violentada desde hace 190 años, con la complicidad de los países limítrofes y de nuestra clase dirigente.

Cuando 2048 llegue, si Argentina quiere seguir siendo un estado bicontinental, la clase política debe haber enfrentado la cuestión Malvinas como se debe, pagando la deuda con el pueblo y dejando las cosas en claro: nadie puede servir a dos amos.

Argentina será en Malvinas o no será nada.