En mis épocas de abogaducho de tomar cafecitos sobre Diagonal Norte aprendí toda clase de tipos humanos. Uno de los más curiosos eran los gestores de oficinas publicas, de bancos, de empresas grandes, de embajadas. Eran personajes (en mi caso siempre resultaron ser mujeres) que encontraban un nicho revoloteando por la oficina en cuestión, aprendían el oficio, construían su red de contactos adentro y montaban el business/nicho.

Lo que mas recuerdo es que eran personas que hablaban de memoria repitiendo los mismos plazos y precios unas 12 horas por dia, pero yo trataba de ir más profundamente y entender la raíz de esas personalidades para ganarme su confianza.

Les invitaba una botellita de agua fría en la oficina o pedia que me trajeran un café a la confitería de abajo. Antes de ir al asunto (saber cómo iba una ciudadanía en la embajada italiana, un certificado de Anses o una licencia para algún cliente), le preguntaba por sus hijos, del barrio, de recetas. Fumábamos sin parar.

Eran personajes que encontraban un nicho revoloteando por la oficina, aprendían el oficio, construían su red de contactos y montaban el business.

Con el correr del tiempo lograba saber todo sobre sus vidas, era un confidente que tenía como principal objetivo lograr más rápido los trámites. Pero en la confidencia pasaban de sabérselas todas —muchas veces explicándome mi profesión de abogado, teniendo estos, a lo sumo, un secundario completo— a aligerarse.

Esas guerreras amazonas de las mesas de entradas se volvían señoras grandes acabadas por 50 años de cigarrillo, excesos, sobrepeso y una vida personal durísima. Se abrían.

Y cuando se abrían todo el muro de perfección exacta de plazos, honorarios y conocimientos se caía a pedazos. Su vida personal era caótica y ante las soluciones superficiales que les ofrecía se quedaban absortas por ver algo de claridad.

Se ahogaban en un vaso de agua. Surgían incoherencias, iras del pasado y dolor. Mucho dolor. Sus ocho horas por día paradas “gestionando” trámites tampoco les ayudaban a dar un freno y replantear su vida. Un Boeing en caída libre desde que nacieron.

A Elisa Carrió la veo parecida. No solamente por lo físico y los hábitos (idénticos), sino en esa fortaleza que se descascara fácilmente para mostrar debilidad, caos y fragilidad que impresionan. Las cosas sin sentido ni coherencia que larga en momentos de crisis son una muestra del poco fuego interno que tiene, ese fuego necesario para ser héroe. O heroína, en su caso.

No en vano Carrió se entregó a la religión de grande, luego de 40 años de ateísmo intelectual. Uno va a la religión cuando ya no sabe -ni puede- cómo lidiar con lo terrenal; va a despejarse, a esconderse de la crisis, de los conflictos y de los dolores y marcas que dejan la vida.

Se percibe en sus apariciones hablando de política que, cuando se queda sin material, arranca a recitar la Biblia. Y ahí mismo cambia su expresión, cambia el tono, se le relajan los pliegos de la cara, empieza a mirar al interlocutor con ojos mansos. Tiene la misma cara que tenían mis queridas gestoras en una mesa de entradas, cancheras, en zona de confort. Escapando del dolor interno de no poder haber sido nada de lo que soñaron.