Boys don't cry
El éxodo de Jonatan Maidana no es uno más. Y esto podría resultar no menos evidente que un elefante viajando en el vagón inaugural del subte ce, ya a la altura de Diagonal, sentido Constitución, seis o siete pe eme. Claro que es obvio: considerando todo lo que ganó, todas sus cruzadas, la salida de JM no es una más. Pero no es una más a otro nivel. El ciclo de Maidana en River también cierra el de los años intensos. Maidana en sí mismo es todo lo que nos pasó, es la historia condensada en una sola persona, esa historia emparedada entre lo peor y lo mejor de la vida. Por eso choca tanto, más que cualquier otra despedida: porque Maidana fue la metáfora de todo y su alejamiento podría implicar perfectamente el fin de todo este quilombo, de las emociones fuertes de todo tipo.
¿Cómo era ver un partido de River sin esa adrenalina abismal de las grandes batallas? ¿Cómo era ver un partido de River sin Maidana? Ya nadie lo recuerda muy bien. Fueron ocho años y medio, que es un montón para este business en el que, por ejemplo, un pibito llamado a ser el dos de Boca por una buena cantidad de temporadas se va al fútbol alemán con apenas un par de partidos en Primera más que los que tengo yo. Maidana se quedó. Sospechosamente se quedó: acaso no fuera entonces una metáfora de la historia sino la historia propiamente dicha. Un tipo que estaba ahí por algo y que no se iba a ir hasta cumplir con la profecía de ganar la final imposible. ¿Habrá sido una especie de enviado de Dios o del productor de este Truman Show que duró unas nueve temporadas, ese experimento para determinar cómo un grupo de humanos podría reaccionar a las emociones más fuertes posibles? Puede ser. Porque además Maidana nunca lloró. ¿Era un robot? Siempre silencioso, con gestos abreviados, serio, sobrio. Bancándose lo peor sin decir ni mu, bancándose las miles de heridas en su cabeza rapada o el lienzo en el que se dibujó un mapa de su carrera con cicatrices.
El éxodo de Maidana me pegó más que todos los otros. Incluso cuando en los últimos tiempos se advertía que el físico ya no le respondía como antes y que, de quedarse un tiempo más, probablemente lo habríamos visto en el tramo más pronunciado de su curva descendente. Pero Maidana era la seguridad de saberse dentro de un período de la historia: era una de las marcas de agua que le daban autenticidad a los partidos del ciclo de Gallardo, como una etiqueta. Porque pasaban los años, pasaban casi todos los jugadores.
Ahora, después de ver estas tres derrotas al hilo de River, pienso que estuvo bien: se fue por la puerta más grande del mundo antes de que todos cayéramos en una nebulosa donde nos sentimos confortablemente entumecidos. Es que River y Maidana ganaron el fútbol. Ganaron el juego. Lo dieron vuelta como a un jueguito, como cuando ganabas el Súper Mario Bros en el Family o el Zelda en el Nintendo.
¿Y después de eso qué hay? Después de eso queda entretenerse con niveles viejos. Queda la certeza de que, habiendo conocido lo peor y lo mejor, lo que venga será una mera repetición de episodios que ya vivimos: River volverá a ganar y a perder clásicos, volverá a ganar y a perder finales, volverá a remontar series heroicas como las de Cruzeiro o Gremio y volverá a perder series vergonzantes como la de Lanús, volverá a vivir en pequeños infiernos y en pequeños paraísos. Pero ya lo conocimos todo. El miedo a lo desconocido, ese cosquilleo tan lindo como insoportable que viví en las calles de Madrid en las horas previas al partido de nuestras vidas, ya no será igual. Un amigo dice que así sucede con las relaciones y que por eso no hay nada como el primer amor: que el estar-enamorado es en realidad esa adrenalina de hacer todo por primera vez, ir surfeando sin saber muy bien qué es lo que habría que hacer ante cada quilombo. Dice que después las relaciones son distintas, que son más pensadas, que la experiencia abrevia las probabilidades de magia, que ya es como jugar al truco con las cartas dadas vuelta. Maidana lo supo. O el que puso a Maidana en River lo supo.
Maidana quedará marcado en los hinchas y en la historia como las cicatrices en su cabeza. En los hinchas, en las vitrinas, en la tibia del francés Gignac, en el gemelo de Wanchope. Las imágenes hacia atrás son miles. Maidana con Almeyda en la zaga en su debut en un amistoso contra Gimnasia de Jujuy, Maidana en dupla con Funes Mori, con Martínez Quarta, con Pinola, con Pezzella, con González Pirez, con Bottinelli, con Maxi Coronel, con Leandro Vega, con Montiel, con Barboza, con Mercado, con Guido Rodríguez, con Alayes, con Juan Manuel Díaz, con Mammana, con Mina, con Adalberto Román, con Balanta, con Ferrero y hasta con Ponzio. Maidana festejando un gol contra Boca, Maidana con la mirada perdida después del partido contra Belgrano, Maidana vendado desahogándose después de ganarle a Almirante Brown, Maidana festejando su gol histórico a Cruzeiro en el Mineirao, Maidana de pie mirando hacia abajo a Andrés Chávez y a Carlos Tevez como preguntándoles si estaban preparados para volver a levantarse, Maidana levantando copas de todo tipo, Maidana con la mirada al cielo cuando terminó la final contra Tigres, Maidana con la mirada al cielo cuando terminó la final contra Boca. Yo me quedo con la última: Maidana intentando no llorar. El vitraux de sus ojos reveló que no era un robot, que era mejor de lo que todos pensábamos.