La campaña presidencial de Mauricio Macri del 2015 se centró en la promesa de que todos podíamos vivir mejor. Lo que lo impedía, según el diagnóstico de los jóvenes entusiastas que lo rodeaban, no era la falta de recursos o las condiciones externas poco favorables sino la impericia del gobierno kirchnerista, atrapado en un paradigma perimido que “nos alejaba del mundo”. Alcanzaba con que un equipo serio lo reemplazara y gobernara al país como “un ama de casa administra su presupuesto” para que dejemos atrás nuestra obstinada decadencia.

Las aristas más conservadoras del PRO fueron suavizadas por la nueva alianza Cambiemos y de asegurar que volvería a privatizar el sistema previsional, Aerolíneas Argentinas o YPF, Macri prometió mantener esas iniciativas “pero mejor administradas”. Lo que lo diferenciaba del oficialismo de aquel entonces no era un modelo político diferente o incluso incompatible sino la habilidad necesaria para llevar adelante el país. 

La pericia para gobernar, sumada al shock de confianza que generaría la victoria de Cambiemos nos aportaría las tan esperadas lluvias monzónicas de inversiones y la vuelta victoriosa al mundo, condiciones necesarias para volver a ser la potencia que en realidad nunca fuimos.

Lamentablemente el shock de confianza nunca ocurrió y las inversiones no llegaron ni con la victoria de Macri, ni con el pago en efectivo a los Fondos Buitre que debía garantizarlas, ni tampoco con el colosal blanqueo de capitales no declarados, que superó los 100.000 millones de USD. La única lluvia monzónica que propició Cambiemos fue de adentro hacia afuera, en forma de dólares fugados. 

El rechazo ideológico a cualquier tipo de control de cambios obligó al gobierno a recurrir al prestamista de última instancia, el FMI, cuyas generosas transferencias aumentan nuestra deuda externa pero permiten ocultar que el país se encuentra virtualmente en default. En efecto, no produce ni posee los dólares necesarios para pagar los vencimientos de la deuda creciente y el mercado no acepta refinanciárselos. 

Como ocurre cada vez que un gobierno carece de buenas noticias para dar, Cambiemos ha optado por enunciar enemigos imaginarios a combatir. En unos pocos meses pasamos del peligro inminente de la guerilla mapuche-iraní, que ponía en riesgo la integridad de nuestro territorio, a la sucursal Floresta del Hezbolá, que de forma tan imaginaria e igualmente atroz amenazaba nuestra seguridad.

La crisis venezolana otorga otra capa a la generosa Rogel de calamidades eludidas: Cambiemos aumentó el desempleo, la pobreza y la deuda y desplomó el poder adquisitivo de sueldos y jubilaciones pero evitó que seamos Venezuela, un país al que nunca nos parecimos y cuyo modelo político y económico nada tiene que ver con el nuestro.

Así, el mejor equipo de los últimos 50 kalpas dejará como saldo positivo el habernos librado de guerrillas imaginarias y el haber impedido que seamos un país que nunca hubiéramos sido. 

Es sin duda un notable legado.