Juan Grabois es el mismo en el avatar y en la juntada. En ambos casos, es a su amigo Jorge, arroba Pontifex_es, la única persona a la que sigue, quizás a la única que realmente admire. Desde el 2007, mantienen una relación fluida que le envidian los más poderosos. Desde el 2016, Juan es consultor del Consejo Pontificio por la Justicia y la Paz del Vaticano. El mismo año, la banca de Bergoglio presionó para que saliera la Ley de Emergencia Social. 30 mil millones de pesos en tres años, el reconocimiento de la economía popular y la figura del Salario Social Complementario.

Figura incómoda la del cofundador y líder de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular, esa CGT de los que están al margen de las leyes laborales de Argentina. Son altas las probabilidades de que en una única declaración reparta bifes de igual espesor para todos los sectores. Irritó al macrismo cuando dijo que su metier era populismo de derecha, a la izquierda cuando los dibujó como snobs —por esa “necesidad de diferenciación gestual” que los embarga y “hace que si no puteás a otro, no tengas identidad”— y también al “progresismo fariseo [que] necesita darle a sus rencillas de poder un tinte épico”. Un consejo: no goce mucho cuando Juan atiende al de al lado porque después le toca a usted.

Tiene en claro que la agenda de los excluídos no es el principal interés de nadie y que si prospera, es gracias al principio autogestivo y a una capacidad de negociación de la que otros carecen. Grabois reniega de la clase política como quien lo hace del aire que respira y también de los correveidiles de los grandes poderes que gustan entrevistarlo. Se ha toreado con Lanata, Longobardi, Willy Kohan, Majul y, de la otra orilla de las ideas, con el icónico Verbitsky. Difícil de asir el dirigente social para el periodismo con perspectiva de pauta.

Se licenció en Ciencias Sociales y Humanidades en la UNQ y de abogado en la UBA. Nacido en el 83, en San Isidro, es hijo de una madre pediatra y el guevarista devenido ortodoxo del peronismo Roberto “Pajarito”, fundador del Frente de Estudiantes Nacionales. Juan es, también, todo aquello que resignó para trazar un destino alejado al de su clase. Movilidad social descendente por elección —gen católico el del sacrificio—, poco antes del estallido del 2001, Grabois se acercó a esa realidad sigilosa que por las noches tomaba las calles porteñas. Vio en los ojos de los cartoneros y recicladores eso que pasa donde, hasta entonces, nadie había querido mirar.

Contra la babia discursiva, a favor de los hechos, fundó en el 2002 el Movimiento de Trabajadores Excluidos. Organizadas las bases, articuló una política para reconstruir los ligamentos entre los pobres y el Estado. Década ganada y macrismo después, hoy el MTE se divide en 10 ramas, nuclea cientos de cooperativas y talleres, comedores, merenderos y guarderías. Es un movimiento que crece a la par de la crisis —es decir, mucho— y que se enorgullece de no haberse dejado devorar por los gigantes políticos. En 2018, Juan Grabois fundó el Frente Patria Grande que, en coalición crítica con el FDT, logró sentar a Itaí Hagman y a Federico Fagioli en Diputados y a la prodigio ex Pelle Ofelia Fernández en la Legislatura.

Si se lo manda a conseguir un empleo honesto —como lo ha hecho El Dipy, el primer trabajador, o Galperín, el meritócrata—, Grabois alega sus cargos docentes en la UBA y en la UNSAM, las carpetas en su pequeño estudio jurídico y los compromisos editoriales. Casado con su novia de la adolescencia y padre de tres, se convirtió en uno de los referentes que más conoce y piensa la vulnerabilidad, que promueve una nueva demografía productiva y comunitaria sustentable para descentralizar al país, para garantizar pan, techo y trabajo a los que están fuera del sistema.

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En Entre Ríos encara el Proyecto Artigas junto a Dolores Etchevehere que, mediante el apoyo de campesinos sin tierra, militantes y organizaciones ambientales, intenta recuperar la herencia que su familia le negó: dos luchas trenzadas por un bien común. Juan Grabois da batalla, pero sobre todo, la da consigo mismo, para no caer, como le confesó a Andrés Fidanza, en “la principal tentación de un militante” que es, para él, la vanidad. “Ahora soy un militante de los náufragos. Militante, otra palabra rara, chocante, con sonido militar; un sustantivo envejecido, un poco soberbio y prepotente”, se escribió a sí mismo en La clase peligrosa. Retratos de la Argentina oculta.