Si la pandemia sigue avanzando, en dos semanas sólo quedaría extremar aún más las medidas y ordenar un toque de queda, antes de que el frío comience a llegar. En ese momento, Alberto Fernández y su gabinete volverán a evaluar si alcanza con cerrar las fronteras, ordenar la cuarentena, suspender las clases y reducir el contacto al máximo para contener la demanda de una sociedad atemorizada que se mira en el espejo de la catástrofe del primer mundo.

El diccionario de la peste prescribe actuar lo más rápido posible para disminuir los contagios y evitar que la población empiece a colmar hospitales y sanatorios. Cuando eso suceda, piensan los especialistas, será tarde.

La apuesta de la prevención pasa por el achatamiento de la curva de crecimiento del virus, en un país al que le juegan en contra la carencia de fondos y la extensión de su territorio. Entre la solidaridad, el cuidado mutuo, la psicosis, la xenofobia y el sálvese quien pueda, se advierten las mejores y las peores reacciones. Desde el compromiso de los que trabajan en una salud pública que viene de años de ajuste hasta los que muestran ante las cámaras que nunca cumplieron las reglas.

En la guerra contra ese “enemigo invisible” del que habla Fernández, el distanciamiento social es una medida que no tiene fecha cierta de vencimiento. Su alcance es impredecible, su evolución desconocida y su efecto inmediato es la expansión de un pánico difícil de remediar.

La épica de la supervivencia

Con una respuesta que la oposición juzga como tardía pero fue bastante más atinada que la de Donald Trump o Jair Bolsonaro, el Presidente convirtió la crisis en oportunidad para lograr adhesiones que la emergencia económica y la posibilidad del default no le habían habilitado. Se puso al frente de una batalla que no esperaba librar y se abrazó a la épica de la supervivencia. Bajo el axioma de que “en el largo plazo estaremos todos muertos”, el Covid-19 y la salud de la población se transformaron en la única prioridad y la idea taquillera de encender la economía pasó a ser secundaria.

El repliegue masivo sobre el ámbito de lo privado afecta ya a un país que camina hacia el cuarto año de recesión entre los últimos cinco y obliga a un amplio paquete de emergencia, como el anunciado por el gabinete económico social. A diferencia de Trump y de Bolsonaro -que convirtió al ultraliberal Paulo Guedes en un keynesiano de última hora- Fernández carece de las fuentes de financiamiento que quisiera tener a mano.

Tampoco cuenta con resto para comprar las acciones de las empresas que vieron derrumbar su cotización desde que se desató el pánico en los mercados, algo que aconsejaría el manual de Néstor Kirchner, según dicen en el oficialismo.

De acuerdo al último informe de la consultora Elypsis, lo que viene es la profundización de la crisis a causa de la pandemia, en un contexto global en que la coordinación entre las potencias estuvo lejos de la que se ensayó en la crisis financiera de 2009 y los bancos centrales hoy no tienen la capacidad de revertir una parálisis que afecta a la economía real. “Como en un western de John Ford, el gobierno está rodeado de indios y necesita usar sus pocas balas sabiamente”, dice el análisis del economista Eduardo Levy Yeyati.

Si el virus obliga a la reclusión y la inmovilidad, el estancamiento de la economía global también propaga la paz de los cementerios y amenaza con ir extendiéndose casi como si fuera un paisaje natural, destinado a prolongarse en el tiempo. Como marca desde Bolonia el italiano Franco “Bifo” Berardi, el efecto del virus no es tanto el número de personas que debilita o mata: radica en la parálisis relacional que propaga. “Estábamos obligados a la sobreestimulación, a la aceleración constante, a la competencia generalizada y a la sobreexplotación con salarios decrecientes. Ahora el virus desinfla la burbuja de la aceleración (...). Hace tiempo que el capitalismo se encontraba en un estado de estancamiento irremediable. Pero seguía fustigando a los animales de carga que somos, para obligarnos a seguir corriendo, aunque el crecimiento se había convertido en un espejismo triste e imposible”.

La épica de la supervivencia

Como la economía global, aunque para algunos más, Argentina se despide con la pandemia de la posibilidad de volver a crecer en el corto plazo, salvo que exista una resolución virtuosa de la reestructuración de la deuda, en un contexto cada día más complicado. Entre la quita agresiva que sugiere Martín Guzmán para espanto de los fondos de inversión y la cesación de pagos, nadie advierte una estación intermedia.

Para Levy Yeyati, “la crisis del coronavirus hace que el default sea más probable por una razón adicional: en el contexto actual, cualquier plan macroeconómico es una construcción frágil”. Según el director de la Escuela de Gobierno de la Universidad Di Tella, lo ideal sería esperar a que la crisis se aplaque para iniciar negociaciones en serio, pero el gobierno no puede seguir pagando deuda con reservas por mucho tiempo y “esta crisis será larga”.

Una segunda mejor opción, agrega, sería la modificación del perfil de toda la deuda por tres años, con vistas a una nueva renegociación en 2024, bajo una economía más estable y con una mejor idea de lo que el país puede y no puede hacer. Sin embargo, también ahí aparece un obstáculo: “el ministro, y posiblemente el presidente, quiere obtener un alivio de la deuda en este momento, por lo que el escenario más probable es el default”.

Al lado de Fernández afirman que la energía está puesta en evitar un conflicto mayor, pero admiten que la posibilidad está contemplada por la realidad. Dicen que los que creen que se va a llegar a un acuerdo a como dé lugar no conocen ni al gobierno ni al Frente de Todos y que cumplir con los deseos del mercado obligaría a un ajuste brutal y a una nueva caída en la recaudación. “En todo caso, si lo que viene es el default, tendremos que ver cómo gobernamos en ese escenario”, anticipan todavía sin abundar en ese cómo. Es el escenario que transcurre por lo bajo, paralelo a la cuarentena y la recesión. Ahí el peronismo se juega su futuro.