A Frondizi lo limpiaron con un llamado telefónico y Arturito respondió que no iba a renunciar. También aclaró que no iba a suicidarse ni a exiliarse. O sea, que se iba sin teleteatro. Un burócrata. Pero la burocracia tiene su punto, metió a todos en un aprieto.

Frondizi le pidió a su ministro de Defensa, Rodolfo Martínez, que hiciera lo imposible por conseguir que le dejaran el banquito del bellaco Rivadavia a Guido. Y ahí empezó la rosca, que urgía de la pluma de la santa Corte Suprema y de ganarle de mano a los militares que, mientras se llevaban al presidente a la Martín García, armaban la siempre provisoria Junta de Gobierno.

Ahí nomás, el supremo Julio Oyhanarte con ayuda de otro supremo, Colombres, armaron una interpretación fabulosa de la ley de acefalía. Convencieron a duras penas a dos de sus colegas y se comieron el voto en contra de Boffi Boggero que, se ve, prefería a las botas gobernando en nombre de la pulcritud de la letra jurídica.

A todo esto, Guido se reunía con sus correligionarios que lo alentaron a aceptar, aunque iba a tener que renunciar al partido. También le aclararon que públicamente no lo iban a apoyar porque era una chanchada. Y que se acostumbrara al nuevo apodo: traidor.

Y se fue para la Corte donde lo esperaban su secretario privado y los jueces. Como no había Biblia lo hicieron jurar sobre una Constitución que casualmente andaba por ahí. Finiquitaron el trámite con un abrazo entre Oyhanarte y el nuevo presidente, que entre lágrimas pedía no ser considerado un conjurado.

Guido
Guido

Mientras, puesto a las cosas, el ministro de Defensa, Martínez entretenía a los militares en la Rosada para que se les escapara la oportunidad. Y así, mantuvo el sueldo.

Como en una comedia de enredos, digna de Darío Vittori, José María Guido se convertía en el presidente 500 de este burdel con balcones a la calle.

Porteño, abogado y radical yrigoyenista. Anduvo un tiempo por la fallida casi capital Viedma, donde se metió en la política en tiempos en que el tirano prófugo dominaba la escena, aunque él desde la oposición declaraba “no hay que ser antiperonista, hay que ser radical”. Pertenecía a los radicales que no veían mal las políticas del innombrable pero el tema de las formas les daba cosa. Fue senador y, por cercanía a su admirado Frondizi, lo eligieron presidente provisional. Cuando Gómez renunció, le dejó la campanita y el peludo de regalo.

El triunvirato militar tuvo que dejar la rosada, bajo protesta y con sus tropas en alerta. Había que emprolijar la cosa o no iba a durar. Así que los golpistas se reunieron con el nuevo mandamás a ver cómo podían ayudarlo. Ahí acordaron unos puntos básicos de consenso: se asumía por derrocamiento del gobierno, anulaban las infaustas elecciones pasadas, proscribían al comunismo, al peronismo y a toda cosa parecida- También prohibían en el gobierno a cualquier sujeto que hubiera apoyado aquellas políticas que estos demócratas consideraban totalitarias, y la acción política de los sindicatos y control de sus fondos. Si el presidente aceptaba estos puntos, ellos reconocían al presidente. Notable.

Guido también firmó la intervención de todas las provincias, cosa que para Martínez ya fue demasiado y le renunció asqueado.

Guido, el olvidado

El Congreso retornó al trabajo –una forma de decir– el 1º de mayo para modificar la ley de acefalía y darle un poco de decoro al enchastre que se había hecho para que asumiera Guido. Una vez hecho, mediante un decreto, se lo consideró en receso nuevamente. Don José María se quedaba a cargo del Ejecutivo y del Legislativo, a nivel nacional y provincial también, supervisado por las Fuerzas Armadas. Novedoso.

Tan novedoso resultó el putiferío este que Oyhanarte, el padre de la criatura, también largó la pota y renunció. Ya Guido se comportaba como un dictador hecho y derecho.

El gabinete era una calesita por la que desfilaban apellidos ilustres, como Pinedo, Alsogaray y Martínez de Hoz entre otras luminarias de nuestra política. Nadie duraba, con los huevos llenos de los militares bajándoles línea y opinando de todo sin saber.

Como obra de gobierno digamos que en menos de 600 días mucho no se podía hacer, aunque mejor no hubiera hecho tanto. Devaluó la moneda un 60%, nos empernó 100 palos con el FMI, aumentó los servicios públicos y los impuestos al consumo. No es casualidad que nadie reclame la paternidad de este gobierno, claro.

La bonaerense desapareció a un joven obrero metalúrgico, Felipe Vallese. Lo secuestraron en Capital, lo llevaron a Villa Lynch, lo torturaron y lo desaparecieron, iniciando así todo un estilo.

Los militares tampoco ayudaban demasiado. Un grupete entendió que debían ser profesionales, apolíticos y plantarse contra la subversión, los azules; otro grupete, los colorados, querían muñequear la política para combatir al peronismo que era como el comunismo o peor.

Mientras los azules, liderados por un tal Onganía, lanzaban comunicados por radio Belgrano y se amotinaban, los colorados bombardeaban puentes para que no le avanzaran hacia la opulenta Buenos Aires. Pero, pasito a pasito, los azules fueron bordeando la capital. La Marina les mandó un ultimátum que Onganía se pasó por el forro de las pelotas y así, se armó la gorda.

A esta altura Guido ya había firmado su renuncia, pero era sólo un “agarrame que lo mato”. Finalmente, los colorados fueron perdiendo apoyos, fuerza y los azules los rodearon por todos lados. Se rindieron y entonces los de Onganía se despacharon con un comunicado escrito por el célebre Mariano Grondona.

Los colorados del gobierno debieron renunciar y el presidente nombró azules en su reemplazo. También repatrió a Martínez, pero ahora en el ministerio del Interior, para armar una salida a todo este brete en el que estaba metido.

Pero para abril del ´63 se la pudrieron de nuevo. Los colorados querían agarrar la sartén por el mango y terminar la obra de la libertadora. Liderados por don Isaac Rojas, promovieron la designación presidencial de Benjamín Menéndez.

Menéndez
Menéndez

Otra vez la cosa se resolvió a los tiros, tanques, aviones, barcos, napalm, fusilamientos y no terminamos en una guerra civil porque Dios es grande. La factura oficial fue de 24 fiambres y casi 100 heridos.

Pero, ya con Onganía como jefe del Ejército, los azules tampoco estuvieron tan de acuerdo con la vuelta del peronismo, así que se los terminó llamando violetas. Se cargaron a Martínez y se pusieron a ayudar a Guido con lo de la salida electoral. Para eso tenían al general Rauch, que se puso a limpiar el país encarcelando intelectuales marxistas y judíos. Por suerte, al mes lo mandaron a Siberia por filtrar datos de sus compañeros de gabinete, porque también controlaba a la célebre SIDE. Su relevo, Villegas, hizo firmar un decreto prohibiendo al Frente Popular, que llevaría al candidato peronista Solano Lima y después otro para desactivar al Partido Demócrata Cristiano que candidateaba a otro peronista, Matera.

Con este paisaje, el Consejo Coordinador del Movimiento Justicialista ordenó la abstención o voto en blanco. La UCR del Pueblo puso de candidato a Illia, Balbín consideró que no podía triunfar en esas condiciones. Aramburu era el caballo del comisario por la UDELPA.

Las elecciones terminaron con 19% de votos en blanco. Illia ganó con el 25% y tuvo que hacer arreglos en el Colegio Electoral para que Aramburu no se quedara con la sortija. Y si así empezaba, imaginen cómo iba a terminar.