Con otros modos y con otros objetivos, Alberto Fernández y Martín Guzmán apuestan a salir del espiral de la crisis aliados a las mismas fuerzas que hundieron a la Argentina de Mauricio Macri. Con el respaldo del Fondo y de Donald Trump -los donantes de un respirador artificial para que el egresado del Cardenal Newman llegara a las elecciones- el Presidente ingresa en una etapa prematuramente decisiva. Apenas unos meses después, el juego de roles se reedita con los mismos actores en un país que quiere desandar el espiral de endeudamiento fulminante que desató Macri: los que ayer nos condicionaban ahora se dicen dispuestos a ayudar. ¿Habrá que creer?

A un presidente norteamericano que va en busca de su reelección, se le suman una región inestable y un organismo de crédito que, con el cambio de autoridades, parece haber tomado nota de que es sinónimo de mala palabra y de que sus recetas terminan siempre igual.

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Con un éxito considerable, Guzmán le repite a Kristalina Georgieva que tiene la oportunidad de provocar un giro en la historia del FMI y retornar a las raíces de una entidad desarrollista como la que había imaginado John Maynard Keynes después de Bretton Woods. En el camino, el gobierno también hace concesiones a la ortodoxia: el ajuste a los jubilados que ganan por encima de la mínima, el aval para que el Fondo vuelva a auditar las cuentas argentinas, el suspiro de la doble indemnización con el empleo todavía en riesgo, el fin de la cláusula gatillo para salarios que corren de atrás a la inflación, el chiste de subir la edad jubilatoria, la broma de descongelar tarifas después de cuatro años de abuso permanente.

Con una economía que registra escasos síntomas de vitalidad, el plan político del Presidente y su ministro está a la vista: acumular poder a nivel global para ir a librar la batalla por la reestructuración de la deuda contra los fondos de inversión. Pero en Templeton, BlackRock, Pimco, Fidelity y los otros de su especie están los pulpos supranacionales que no ceden a los ciclos políticos y sólo reclaman por la suya con una coherencia envidiable. Entre la quita agresiva y el default, no es fácil ver una estación intermedia.

Con una economía que registra escasos síntomas de vitalidad, el plan político del Presidente y su ministro está a la vista: acumular poder a nivel global para ir a librar la batalla por la reestructuración de la deuda contra los fondos de inversión.

En el plano doméstico, desde el Gobierno afirman que “lo justo” y “lo eficaz” no siempre van de la mano. En busca de no sumar adversarios antes de tiempo, el orden político que intenta edificar Fernández está atado a la bomba de la deuda y deja para más adelante el resto de las medidas que le reclama parte de su electorado.

Sin embargo, el ajuste de 3 puntos del PBI que, según la consultora Eco Go, Fernández ejecutó con las medidas del paquete de emergencia, tal vez no alcance. Por eso, reaparece la posibilidad de aumentar las retenciones -tal como autorizaba la ley aprobada en diciembre- y gatillar un nuevo conflicto con el ruralismo. Algo que el Presidente preferiría evitar, si pudiera.

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La reestructuración de la deuda no sólo apunta a una quita agresiva, que dé cuenta del pedido del Fondo sobre una “contribución apreciable” de los acreedores y le permita al gobierno argentino volver a crecer a partir de un sendero de compromisos sostenibles. Busca una ventana para postergar el pago de capital e intereses por un plazo de entre 2 y 4 años y establecer, después, un calendario compatible con el crecimiento de la economía argentina. De todas esas variables, surge no sólo la quita al valor presente neto sino la verdadera carga de deuda que deberá afrontar la administración Fernández.

Hay una curva imaginaria que aparece en el diagrama de Guzmán: pretende lograr que el pago de la tasa de interés que asuma el país después de la renegociación tienda a converger con el crecimiento del PBI. Como todo en el ministro, el proyecto es ambicioso: hoy lo que existe es una brecha entre dos polos que parecen irreconciliables. Argentina lleva una década de bajo crecimiento, viene de tres años sobre cuatro de recesión gracias a Macri y no está claro cuándo volverá a crecer. En cambio, la tasa de interés que paga el país ronda el 7,5%.

Hay una curva imaginaria que aparece en el diagrama de Guzmán: pretende lograr que el pago de la tasa de interés que asuma el país después de la renegociación tienda a converger con el crecimiento del PBI.

Para que el volumen de la deuda no siga superando año a año el nivel de la actividad en la tierra de la estanflación, la economía debería crecer al menos de 0 a 2 por ciento y el cupón o interés que se abona hoy a los tenedores debería bajar a la tercera parte de ese 7,5%. Antes del 31 de marzo, Guzmán quiere impedir que ese 7 a 0 se prolongue en el tiempo.

Pesan en la pulseada que ya se está librando lo que en la jerga se denominan “cupón” y “principal”, en alusión a los intereses y al capital. Países como Japón tienen una deuda considerada elevada en relación a su PBI, pero pagan nada en concepto de interés. El propio Trump paga muy poco por cupón incluso para los bonos de más larga madurez, que tardan muchos años en vencer. Argentina, en cambio, se reconoce en el peor de los mundos, con un endeudamiento imposible de afrontar hasta para los burócratas del Fondo y con una montaña de intereses que ya representa la segunda partida dentro de su presupuesto.