El día después de ganar, Cristina Kirchner va a ver todo con los ojos descansando sobre lo blando de lo conocido. Descansando sobre lo blando de lo conocido es una línea al final de Don Segundo Sombra, cuando el boyero vuelve al pueblo con la velocidad de un caballo cansado.

Cristina va a estar linda. No va a tener un rictus reptiliano de venganza. Las cosas se van a acomodar solitas mientras toma el primer desayuno en la cama. En otro lado, un barrabrava con la camiseta del Flu se va a tomar la primera raya del día con la felicidad de que se acabó la angustia de vivir excitado y con miedo al desempleo al mismo tiempo.

Cristina debe tener un cuarto lindo donde se siente cómoda, no debe haber cosas de oro ni nada de lo que piensan las señoras malas que aman a los Estados Unidos. Desde el desorden tibio y cotidiano de la zapie, Cristina se va a levantar como en Tai Chi, va a mirar los diarios y los canales, se va a ocupar de no emitir palabra hasta vestirse después de la ducha.

Todavía van a estar dormidos, con el sueño pesado que te da haber terminado el tour con un par de champañas, tres empresarios nacionales a los que les fue bien en la primera etapa con un plan de negocios muy competitivo, consistente en asustarse en las patas con Moreno una vez y a partir de ahí pautar la rentabilidad todos los meses.

Cristina se va a vestir espléndida con cachos del mundo, va a salir en auto y va a ver flashes todo a lo largo de Libertador hasta el centro, va a sentir las luces explotando de nuevo con cara de everyday business.

Mientras, le va a doler proféticamente el culo a cada santo en el mundo que le prestó plata a la Argentina. Vamos a exportar plan Bonex y, a cambio, el mundo nos va a cortar el Discado Directo Internacional, salvo para lo que es soja y trigo.

Somos soja y trigo, querido, me dice Cristina en la mente ahora y el querido suena acolchonado, como la voz de una madre dura pero buena que no le dice boludo al hijo. En el plano personal la quiero a Cristina. Es insoportable la fiebre que te da el cambio de los estados de ánimo.

El día después de que gane Cristina los sindicalistas se hacen concha en Piegari en el almuerzo como nunca antes, hasta las 19 horas. En cambio Cristina va a almorzar 350 gramos de algo saludable y de dos colores mientras le orbitan alrededor asistentes nuevos, amanuenses, diría Gonzalo Peltzer, que hacen todo rápido con el ánimo despierto de estar atentos a no cagarla.

Cristina va a dar indicaciones como la capataz de su propia estancia. Va a empezar a mover al ejército de umpalumpas preparados verticalmente para cumplir. Tienen la fuerza de haber torcido antes las leyes y los códigos, son resolvedores de la puta cosa, hormigas o soldados que cocinan el bizcochuelo artificial rico en calorías del populismo que te hace teta pero es muy subidor en lo inmediato.

El secreto del populismo es que gasta tranquilo porque sabe que Dios es el prestamista de última instancia. El día después de la ganar, Cristina se acuesta media hora a las tres de la tarde y se duerme sin pensamientos porque los Sith también son Jedis.

Después hace el tour magnánimo de las llamadas oficiales, de los mensajes aseguradores a los atemorizados más relevantes. Todo le pasa con mucho más oxigeno alrededor que el que se respira en el aire llano.

Muy arriba, camina Cristina hasta el sillón perfecto donde se va a sentar para hablarle al pais. “Le hablo a todo el país, a todos los argentinos y argentinas”, escucho su voz en mi mente ahora, la voz de Cristina está en mi cabeza cuando escribo comiendo uvas con ruido a bondis y autos de ya ser la mañana, aunque todavía esté oscuro como si fuera la noche.