Hace unos días, el presidente chileno Sebastián Piñera explicó que “esa idea de que la economía está bien pero las personas están mal es algo que hay que mirar con mucha profundidad, lo que puede pasar es que la distribución de ese crecimiento y de ese desarrollo no esté bien”.

Que la economía de un país pueda andar bien mientras sus ciudadanos están mal no sólo es una idea extraña, es sobre todo una contradicción en los términos. Es como si un médico se felicitara porque los análisis de un paciente enfermo dieron resultados maravillosos. ¿De qué servirían esos análisis que no nos alertaran sobre nuestro estado de salud? Lo mismo ocurre con aquellos extraños índices económicos inmunes al malestar de las mayorías. 

Hace un año, que parece un siglo, la revista Forbes dedicó la tapa de su edición local a Marcos Peña, quien era presentado como “el CEO del año”. “Su éxito, ¿será también el de la Argentina?”, se preguntaba Willy Kohan, el autor de una nota ditirámbica sobre el jefe de gabinete. 

La realidad le dio de palos al optimismo de Kohan, aunque debemos reconocer que no fue su única víctima. Las 21 principales consultoras económicas y bancos de inversión del país se equivocaron en sus proyecciones económicas para 2018 en más de un 100%, incluyendo a ABECEB, la consultora de Danta Sica quién fue recompensado por su generoso margen de error con un ministerio.

Hoy la misma revista Forbes que elegía a Peña como personaje del año (“el Kennedy argentino” según Eduardo Feinmann) señala que “con la inflación cerca del 50%, el peso devaluado a la mitad, tasas de interés en torno al 65%, retorno al FMI y recesión, 2018 será recordado como el año en que ´pasaron cosas´”.

Más allá de los pronósticos fallidos de nuestros “maestros del error”, lo asombroso es que para Willy Kohan y la revista Forbes el éxito de un gobernante pueda ser independiente de las consecuencias de sus políticas hacia sus gobernados. 

El pensamiento conservador cree en una especie de política celestial en la que importan menos los resultados que el estricto cumplimiento de un manual de procedimientos de valor casi místico. Terminar con las regulaciones cambiarias (el famoso cepo), por ejemplo, fue saludado como un acierto en lo absoluto (incluso el ineludible Diego Bossio “se sacó el sombrero” ante esa decisión) sin que sus previsibles consecuencias incidieran en esa apreciación. 

Lo mismo ocurre con la reducción de ingresos fiscales y el aumento de deuda en una moneda que no imprimimos o la caída del poder adquisitivo de salarios y jubilaciones y el aumento de tarifas. Decisiones que, independientemente de sus resultados, son siempre calificadas como “valientes” e “ineludibles” por nuestros economistas serios e incluso por el FMI, nuestro prestamista de última instancia que nos impulsa hacia el incendio con la misma pasión con la que luego llorará sobre nuestras cenizas.

Ocurre que cuando elige la política celestial un gobierno no puede dejar que la realidad se interponga con sus certezas.