Cambiemos recibió un país con alto déficit fiscal, aislamiento del mundo civilizado, alianza con parias como Irán y Venezuela, pobreza récord, default, cepo cambiario, inflación oculta y un ejército de fanáticos alimentados a gasto público. Los libros de historia política mundial dictan una sola opción ante esta situación: hacer una transición hacia a la normalidad perdida para luego empezar a encaminarse hacia el crecimiento económico. 

Cuando algo es anormal y hay que pasarlo a normal hay que aplicar un remedio. En medicina funcionan las cirugías, en el asado subir el fuego o bajarlo, en el fútbol una charla técnica redefiniendo roles en el campo de juego y en política, caballeros, es una reforma del Estado. Una reforma del Estado que anule anormalidades, que pode las ramas de las que cuelgan frutas podridas, que cambie la alfombra y que la alfombra polvorienta se tire en el volquete de la obra en construcción más próxima. 

Cambiemos decidió no hacer una reforma del Estado, decidió no normalizar. Su camino fue continuar en la anormalidad, pero con una decoración especial y un capricho forzado a limites desquiciados: “No parecer de derecha”. Dentro de esa burbuja oscura donde nada es racional, Cambiemos decidió ciegamente caminar en círculos en una idea importada que nada tuvo que ver con sus ideas pensadas en sus bases, sus promesas de campaña y sus proyectos de reforma trabajadas por varios años en sus fundaciones de “pensamiento”.  

Cambiemos forjó su plan de “no parecer de derecha” haciendo justamente lo que propone el lado más feo de la derecha, que es el no cambiar nada, el conservadurismo en contra del reformismo. El problema es que la contrarreforma conservadora se suele esbozar ante las reformas de los comunistas, no al revés. Cuando se viene de una experiencia colectivista, la alternativa “derechista” es reformar, no continuar. Pero Cambiemos decidió continuar. 

Como el plan de continuación del modelo anterior empezó a cerrar en las encuestas, desembocando en el triunfazo del 2017, Cambiemos (qué nombre, ¿no?) decidió profundizar la contrarreforma llevando su modelo a una gravitación del modelo anterior con una fórmula que muchos creyeron mágica: hacer un camino al socialismo sin corrupción directa, con la buena educación de sus referentes en el trato y en la comunicación, terminando obras que antes no empezaban y todo sustentado en una extensión de la base monetaria del 30% anual (la maquinita) mas emisiones de deuda estrafalarias de varios puntos del PBI por año. 

Esa creencia del crédito infinito, junto al impulso de la elección del 17, llevó a la idea del impuesto a la renta financiera. Una idea a la que no se animó ni el más entusiasta y marxista Kicillof. No porque no suene bien electoralmente, sino porque rompe de cuajo toda posibilidad del país de volver a ser competitivo en el mercado financiero mundial. Pero, en el caso nuestro, incluso aniquiló la financiación sin límites a la que se accedía y de la que dependía el modelo continuista. De hecho, cuando salió la primera reglamentación de la ley respecto a los tenedores de bonos extranjeros en abril comenzó el declive que resultó en una perdida de ingresos de la población del 50% en dos o tres meses. 

Impuesto a la renta electoral

Un cross a la cara a un Gobierno que le divertía el juego de “no parecer de derecha”, y repetir sin parar la necesidad de tener “un Estado presente” abandonando la normalidad prometida y volviéndose esclavos de slogans pétreos que ya ni la izquierda moderna utiliza. Una típica del outsider entusiasta es usar lenguajes y códigos que en la vanguardia ya se dejaron de lado hace tiempo

El enganche de más logró que el plan de la contrarreforma se caiga a pedazos. Algo muy malo para el país y mucho peor para la oposición, porque este Gobierno aplica y fracasa en las recetas que son las históricas del peronismo y la izquierda (impuestos exuberantes, dádivas sociales, nuevos derechos, estar lejos del mercado, no-represión a las “orgas”, entre decenas más) y los deja vacíos, sin poder plantear la diferenciación necesaria para mostrarse como alternativa. Lo que lleva a una conclusión aun más triste que este corto relato, que es que no hay interés en que Argentina se normalice, ni en sus políticos ni en sus aldeanos. 

Es como aquella legendaria decisión de los concejales de Tandil de declarar la ciudad “libre de fracking” sin tener una gota de petróleo, pero multiplicado por mil y a nivel nación. Es como que, por las dudas, hay que blindar la posibilidad de salir de la eterna burbuja de la mediocridad decadente en que el país esta atrapado para no tener que preocuparse por ser mejor.