Los talleres clandestinos son la cara siniestra de la industria de la moda y de la vinculación corrupta entre empresas que no pagan ningún precio por el incumplimiento de la ley, la ausencia de políticas públicas de empleo genuino que eviten la precarización y la clandestinidad -especialmente para inmigrantes de bajos recursos- y la falta de auditorías de las condiciones laborales que se desarrollan en estos espacios. 

Dos noticias que se conocieron esta semana parecen haber coincidido para analizar un siniestro contrapunto: una marca de ropa que lanza una remera con la consigna feminista del momento, "Mirá como nos ponemos”, y la muerte de una nena de once años a causa de un incendio en un taller clandestino de Mataderos. La marca mencionada, Ona Saez, fue una de las cien firmas de moda denunciadas penalmente en 2006 por violación a la Ley de Trabajo a Domicilio y por reducción a la servidumbre, impulsada por la Unión de Trabajadores Costureros (UTC) y la organización La Alameda. 

Es la misma marca que en 2013 despidió a un trabajador de la empresa por haber manifestado en su cuenta personal de Facebook su condición homosexual, y que al año siguiente lanzó una campaña denominada #IDENTIDAD que buscaba concientizar a los consumidores de la marca sobre la aceptación de la diversidad de género y de orientación sexual.  

Ya son ocho los niños que perdieron la vida por la falta de control por parte del Gobierno de Horacio Rodríguez Larreta: además de Mariana Ramos, la nena de once años fallecida la semana pasada, cinco menores murieron en 2006, en el taller clandestino de la calle Luis Viale. La Justicia tardó diez años en condenar a los dos administradores de ese espacio donde familias bolivianas eran reducidas a la servidumbre, pero la responsabilidad nunca recayó sobre los dueños de las marcas de ropa que contrataban a menores para producir sus prendas. En 2015 los hermanos Rodrigo y Rolando Mur, de cinco y diez años, fallecieron a causa de un incendio en el taller clandestino de Flores en donde trabajaban cosiendo prendas durante todo el día en una pieza sin ventanas en la que dormían nueve personas.

Los talleres clandestinos y la moda feminista, una relación que no cierra

La muerte de Mariana vuelve a evidenciar que no hay intención de reconvertir la industria textil esclavista, a pesar de las muertes de menores y adultos que acumula la indiferencia del gobierno de Rodríguez Larreta. Las organizaciones que denuncian el trabajo esclavo insisten en que también resulta fundamental descubrir quien provee telas y maquinaria a los talleres y penalizar a las marcas tercerizan la producción en espacios ilegales. 

Según las estadísticas que pone a disposición la organización La Alameda, el 78% de las prendas que se fabrican en la Argentina proviene de talleres clandestinos donde existen prácticas de trabajo forzoso, precario o esclavo. Sólo en la ciudad de Buenos Aires existen cerca de 3000 locales que dan trabajo precario a unas 30 mil personas, muchas de ellas inmigrantes. 

Los talleres clandestinos y la moda feminista, una relación que no cierra

En este contexto, ¿cómo encajan las consignas feministas en prendas de moda que se obtienen gracias al trabajo ilegal y mal pago de mujeres y niños? Así como el movimiento feminista propone la deconstrucción de los estereotipos como el camino para repensar prácticas equitativas, hay marcas que sostienen pancartas con consignas bienpensante mientras esconden condiciones de producción que se contradicen, no solo con el slogan sino con la ley. Si el feminismo propone un nuevo orden social igualitario entre hombres y mujeres pero también de clases, con posibilidades de acceso al trabajo, salud, educación y consumo para todos (y no que las mujeres tomen el lugar de los hombres en los espacios de poder para mantener los esquemas políticos y económicos intactos), la ética de la industria de la moda tiene que cambiar. 

Los talleres clandestinos y la moda feminista, una relación que no cierra

Como consumidores podemos elegir a qué marcas le queremos comprar, pero el patriarcado es algo que va más allá de la libertad individual. Como dice la escritora Jessa Crispin en Por qué no soy feminista. Un manifiesto feminista: la misoginia, al igual que el racismo, la homofobia y cualquier término que se nos ocurra para catalogar el miedo hacia los pobres, es una extensión natural del patriarcado. Para aprovecharse de alguien, para considerarlo un recurso que explotar, resulta muy útil deshumanizarlo. 

La parte incómoda es la de cuestionar a un feminismo que se presenta como un producto más, como un lifestyle que solo exige que usemos una remera y subamos consignas estéticas a nuestras redes sociales, que pone el acento en el estilo de vida más que en el estudio de la historia y en el compromiso político, que reduce la militancia a la experiencia personal, a la anécdota individual bajo una etiqueta digital que me haga sentir parte de un colectivo sin necesidad de levantarme de la cama. La corrección política y la catarata de indignación de redes sociales es inútil si no se acompaña con un cambio institucional. Y como ciudadanos en un sistema democrático podemos elegir a quién votar, teniendo en consideración que no hay feminismo sin justicia social.