“Pues todo burgués, en el acaloramiento de la juventud, aunque sólo fuese un día, un minuto, se creía capaz de inmensas pasiones, de altas empresas. El más mediocre libertino soñó con sultanas; cada notario lleva en sí los restos de un poeta”

Madame Bovary, Gustave Flaubert 

En los ´90 era fácil ser progresista. En aquellos años dorados alcanzaba con criticar durante un asado la pista de Anillaco o la Ferrari de Carlos Menem, sus gustos groseros, “menemistas”, las fortunas inmediatas de los nuevos ricos que tanto se diferenciaban de la vieja plata de alcurnia aunque todos compartían negocios y oportunidades.

Los progresistas eran progresistas, los otros eran malos, sucios y feos. Era simple y en un punto tranquilizador.

Ser transgresor requería apenas un esfuerzo adicional, alcanzaba con diferenciarse de la runfla del poder, de las corbatas color mostaza y las espantosas camisas a rayas con cuellos celestes y gemelos dorados. Con fumar e insultar en cámara o ir en zapatillas a la radio se conseguía una contundente declaración de principios transgresores. 

En aquella era bien visto rechazar todo en bloque, no había nada para rescatar. Cuando Menem ganó las primeras elecciones legislativas, en 1991, Martín Caparrós escribió, lleno de indignación: "¿En qué país estamos, en qué país hemos estado todo este tiempo?".

Rechazar en bloque al kirchnerismo fue más complejo ya que, a diferencia del menemismo, sí tuvo una agenda progresista: la AUH, el fin de las AFJP, el relanzamiento de los juicios por el terrorismo de Estado o el matrimonio igualitario. La solución a ese escollo la dio el intencionalismo, doctrina que estipula que lo relevante en política no son las iniciativas sino sus intenciones. Y el kirchnerismo, como todos sabemos, tenía las peores.

Gran parte de ese grupo de ex progres y ex transgresores se ilusionó con Cambiemos. Mauricio Macri sería nuestro Justin Trudeau, el líder de una derecha moderna en bicicleta de bambú que nos llevaría por fin hacia la sociedad que ese grupo se merecía, con un Apple Store en cada esquina y sin cadenas nacionales ni funcionarios rústicos; lejos de la pesadilla kirchnerista pero también, algo que puede generar cierto asombro, lejos de aquel denunciado menemismo.

Luego de tres años de caída del poder adquisitivo de los salarios y las jubilaciones, de devaluación y de apoyo a la mano dura y al tiro por la espalda, las ilusiones de contar con un Trudeau argentino parecen haberse evaporado como la Pobreza Cero, el millón de viviendas y el desenbarco de Forever 21 a nuestros shoppings. Nuestras viejas glorias transgresoras están perplejas.

Como escribió Martín Becerra: "Hoy la ideología más expandida en la élite cultural y periodística es el cinismo, no porque no haya líderes de opinión decididamente reaccionarios, es decir, defensores de un ideario de mano dura y represión abierta, sino porque la mayoría de ellos no se atreve a enterrar su biografía juvenil, sospecha que en la sociedad no impera tanto rechazo a los reclamos de justicia y, por ello, prefiere colocar en el lugar del sarcasmo parte del repertorio de ideales que acuñó en los tiempos de Carlos Menem".

Quien sabe, cada cínico que hoy padecemos en los medios lleve en sí los restos de un progresista. 

La vida es impiadosa.