Estamos sumergidos en consumo irónico. ¿Cuánto tiempo pasa entre que das follow irónicamente a un “influencer” en alguna red social hasta que empieza a influirte en serio? ¿Hasta qué punto los mecanismos de defensa que nos protegen de la insania nos inoculan contra el asedio que nos inunda de basura la memoria del telefonito? Colesterol cognitivo que poco a poco se va adhiriendo a las paredes de las arterias de la sensatez hasta que las obstruye irremediablemente.

La mente no es muy distinta que el procesador de un Samsung Galaxy. La mugre siempre queda alojada en algún lado sin que te des cuenta. Se “normaliza”, como dicen por ahí. Con el tiempo el rechazo muta en indiferencia, cariño y hasta veneración. Los parisinos de bien ODIARON la Torre Eiffel cuando recién se construyó. Ni hablar del Obelisco porteño. El edificio de la Biblioteca Nacional ya no es tan feo, che.

Aclaro: no estoy abogando por iniciar algún tipo de policía moral o sistema de censura. La libertad es sagrada e innegociable. Es más, la censura y la indignación sólo despierta curiosidad. La censura es la mejor publicidad. Mi sugerencia: no perder un segundo de tu valioso tiempo consumiendo basura. No regales tu atención. Ni siquiera tiene un tinte moral mi recomendación: es pragmatismo puro. La vida es demasiado corta para perder 30 segundos de tu tiempo mirando memes de whatsapp. Y encima después tener que perder más tiempo borrándolos.

Igual, aunque no regales el combustible de tu atención, lo cierto es que el consumo irónico se te cuela, como la publicidad. Quienes nos dedicamos al rubro hemos escuchado millones de veces la afirmación “a mí la publicidad no me afecta”. Claro que te afecta. Te afecta incluso más cuando suponés que no, porque con la guardia baja tu inconsciente está a nuestra disposición. El jingle que odiás hoy es el detergente que vas a comprar mañana.

La clave sería que, según sostienen algunas corrientes psi, el inconsciente adolece de una literalidad brutal: no distingue entre la imagen y el objeto, la representación y la realidad. Para el inconsciente, por decir así, una foto de un unicornio es un unicornio. El inconsciente literaliza lo simbólico. Y lo irónico también. 

Acaso el lubricante del consumo irónico sea lo que en el imperio angloprotestante llaman “suspended disbelief” (nunca supe como traducir el concepto al castellano: descreimiento suspendido o algo así). Dícese de la operación mental que te lleva a bajar la guardia frente una obra de ficción y creerte durante dos horas que Matt Damon es cuarto dan de varias artes marciales.

La farándula, la política, la publicidad, están construidas sobre suspended disbelief: sabemos que está todo guionado, ensayado, manufacturado y aun así nos lo creemos. Todos sabemos que Messi no come Doritos, que la chica esa que toma un sorbo de Pepsi y hace ahhhh es una actriz que quedó elegida en un casting y repitió la escena 40 veces. Pero el simulacro funciona. Vaya si funciona. Y su potencia aumenta cuando, con repetición percutiva, acostumbramiento y el inevitable sesgo borroso de la memoria humana, se vuelve un recuerdo. Falso como todo recuerdo. Me fui por las ramas.

Próximamente segunda entrega. Stay tuned.