El ultraderechista Jair Bolsonaro se consagró por el voto popular como el nuevo Presidente de Brasil, en reemplazo del interino Michel Temer, y desde el primero de enero de 2019 comandará el rumbo de la novena economía más grande del mundo. 

Sincero en sus pensamientos, no le tembló el pulso al realizar innumerables declaraciones machistas, homofóbicas, xenófobas y reivindicadoras de la tortura en la Dictadura militar mientras se desempeñó como Diputado nacional. Con estos condimentos, Bolsonaro edificó una estrategia electoral exitosa y pocas veces vista: la del anticandidato.

Ajeno a todos los manuales de marketing existentes, su doctrina beligerante -busca nombrar generales retirados en su Gabinete y armar a la gente para que impartan justicia por mano propia- atrapó a la población brasileña, atemorizada ante los elevados registros de asesinatos -63.000 en el año 2017-.

En esa línea, cuando se consolidaba como el presidenciable con mayores voluntades, la puñalada que recibió en un acto proselitista jugó un papel esencial en las encuestas.

Su figura incrementó en popularidad luego de que la Justicia le impidiera al expresidente Lula da Silva -quien acaparaba el mayor porcentaje en intención de votos- presentarse a competir en la carrera hacia el Palacio del Planalto, al condenarlo a 12 años de cárcel por enriquecimiento ilícito.

Ese apartado también fue un baluarte de su táctica: en la percepción de muchos electores, la izquierda y la corrupción van de la mano, lo que favoreció a Bolsonaro por ser el único candidato libre de cargos en el Lava-Jato.

Catalogado como fascista por sus detractores, Bolsonaro dedicó la concentración de su campaña a las redes sociales, y decidió no comparecer en ningún debate político con sus contrincantes, lo que también formó parte de la logística.

El efecto disruptivo generado por sus conservadoras exclamaciones, sumado al sentimiento antiestablishment que concitó múltiples adhesiones, han catapultado a la fama a Bolsonaro, el candidato diferente convertido en Presidente.