Besos y manoseos que incomodan. Acosos. Comentarios. Como si tu cuerpo no fuera tuyo sino de aquellos que te rodean. De tus compañeros, de tus profesores, de las autoridades del colegio que elegiste para formarte.

El discurso que leyeron las jóvenes ex alumnas del Nacional Buenos Aires no es sorprendente. A las mujeres no nos extrañan los episodios que vivieron simplemente porque todas hemos pasado por algo así. Es sorprendente por la valentía que tuvieron, por dejar en claro esa consigna que desde hace algunos años repetimos incansablemente: no nos callamos más.

A partir de esta situación, Twitter se convirtió en el lugar donde mujeres de todas las edades contaban ayer ese episodio que las marcó. Esa mano que no desearon sobre su cuerpo, ese hombre que atacó su integridad, que las apoyó en un transporte público, que las manoseó como si fuera parte de un juego. Y en el medio de esa marea, de ese vómito que sale después de reprimirlo durante mucho tiempo, algunos comentarios de duda. ¿Por qué no denunciaron lo que pasó? ¿Por qué no hablaron antes?

La vergüenza. El temor. El asco. La culpa. La cultura del silencio. ¿A quién le gusta contar que fue abusada, acosada, vulnerada, manoseada, atacada por un hombre, por un desconocido, por un novio, por un profesor, por un padre, por un tío, por un amigo, por un jefe? 

En ese momento, sólo está la esperanza, el deseo, el anhelo de que esa situación termine. Que pare. 

Estaba por cruzar la calle cuando un señor que iba en bicicleta frenó para tocarme una teta. Tocarme no, agarrarme fuerte. Se fue riéndose y yo quedé paralizada. Tenía 13 años. Lloré hasta llegar a mi casa pero no dije nada. Quizás porque pensaba, en el fondo, que la culpa era mía. Esa remera muy apretada ya no servía para salir a la calle.

Pará. Basta. ¡Por favor! Ni mis gritos ni mis pedidos frenaron a ese chico que me consideraba su propiedad y que me violó. No le importó mi llanto ni mi desesperación, a las que apaciguó con una trompada. No. Sólo le interesaba disponer de ese cuerpo que yo le estaba negando.

La culpa también fue mía ahí. No tendría que haber salido a bailar, no tendría que haberme alejado de mi grupo de amigas. En realidad, no tendría que haberme peleado con él. Pero ya era tarde para pensar en eso cuando me agarró y me empujó hacia el baño de hombres. Ninguno de los individuos que había en ese lugar atinó a decir nada. Se fueron a pesar de que yo les pedí ayuda. “Está en pedo, no le hagan caso”, les dijo él. Y le creyeron.

Sólo quería que pare. Que eso se termine de una vez. Dejé de gritar en algún momento porque consideré que no iba a servir para nada. Que nadie me iba a ayudar. “¿Por qué no te resististe?”, me preguntó alguien con quién tuve la confianza de contarle. Claro que me resistí. Me resistí siempre. No di jamás mi consentimiento para eso. ¿Qué será la resistencia para ellos? ¿Cuál será la resistencia que cierto sector de la sociedad considera aceptable?

Y otra vez, la culpa y la vergüenza. ¿A quién podía contarle? A ese que me violó lo conocían todos. Cuando fui a la comisaría, una mujer policía se me acercó y muy despacito, me dijo: “¿Te parece denunciar a un ex? Nadie te va a creer.”

Nadie te va a creer. Por años, esa frase me acompañó. A mi y miles de mujeres que nunca pudieron hablar. Que no les salió. Que creyeron tener la culpa de ese abuso, de esa violación. ¿Por qué tardamos en hablar? Por esas personas que dudan de nosotras, por miedo a las represalias. Por temor a que nos consideren menos. Porque no podemos entender por qué nos pasó a nosotras. 

¿Y si hablar me trae consecuencias en mi vida? ¿Y si en algún trabajo consideran que haber sido abusada es una contra? ¿Y si a partir de este momento sólo me relacionan con esto? No soy sólo esto. Todos esos pensamientos no se van. Es temor, es pánico.  Aunque ese miedo no debería existir, está. Y paraliza más que cualquier cosa.