Jorge Fontevecchia se preguntó hace unos días en uno de sus editoriales qué deberíamos hacer con la corrupción. Retomando sin saberlo un paradigma que mencioné en esta misma columna, defendió la novedosa presunción de inocencia de las personas jurídicas: “Desde estas páginas se ha venido defendiendo a las empresas como personas jurídicas, que deben perdurar, separándolas de las personas físicas, sus directivos, que pueden ser transitorios”. Al parecer, según el propietario de Editorial Perfil, una empresa beneficiada frente a sus competidores por delitos llevados a cabo por sus accionistas no debería ser penalizada como tal. Es una idea extraña para un liberal como Fontevecchia, que cree en la virtud de la competencia y del mercado perfecto, pero lo es aún más para quien dice considerar a la corrupción como una de nuestras mayores calamidades.

De esa forma, la voluntad de Torquemada y el entusiasmo por el fuego purificador de la anticorrupción se detienen en seco a la hora de exigir que las empresas cuyos accionistas se han declarado culpables de delitos relacionados con las mismas puedan ser sancionadas con la expropiación o simplemente apartadas de la obra pública. Al llegar a esa frontera infranqueable, el moralismo se transforma en realpolitik y los absolutos morales dejan su lugar al análisis pragmático de medios y fines. 

En realidad, un liberal debería ser implacable con las empresas que cartelizaron precios, atentando contra el mercado, es decir, contra la piedra basal del modelo que defiende. Eso nunca ocurre en la Argentina en donde sólo contamos con liberales declamativos, por llamarlos de alguna manera. Sin ir más lejos, nuestros liberales han apoyado históricamente todos los golpes de Estado. Esos gobiernos elegidos por nadie, que eliminaban las libertades públicas, les generaban, paradójicamente, una enorme sensación de libertad.

La defensa de Fontevecchia no sólo establece la extraña presunción de inocencia para las personas jurídicas, sino que define una nueva categoría de delito de baja intensidad: las coimas defensivas. Según el empresario de medios, se trataría de “quienes pagaron defensivamente, no para sacar ventaja de un gobierno corrupto sino para que sus empresas lo sufrieran menos, y en algunos casos hasta para que pudieran sobrevivir”. El Gordo Valor podría sostener un argumento parecido, explicando que no hubiera podido sobrevivir sin robar bancos o camiones de caudales o incluso que los bancos lo impulsaron a hacerlo al no entregarle los fondos pacíficamente. 

Al unísono con la mayor parte de nuestros medios serios, Fontevecchia acepta que un kirchnerista mencionado en la fotocopia de un cuaderno sea encarcelado sin condena e incluso que sus bienes sean incautados, aún en el marco de una investigación amañada, sin debido proceso ni garantías individuales, ya que considera que el mal absoluto de la corrupción requiere de “herramientas novedosas”, para retomar un término de Roberto Gargarella. Como la DEA que para luchar contra el flagelo del narcotráfico considera legítimo actuar en los bordes de la legalidad, terminar con la corrupción endémica nos exigiría olvidar algunos “tecnicismos legales”.

En realidad, así como nuestros liberales declamativos no defienden al mercado, sino que, al contrario, exigen que el Estado los proteja de sus inclemencias, nuestros moralistas selectivos piden concentrar las hogueras purificadoras en los políticos sospechados y dejar en el limbo la contraparte necesaria: las empresas beneficiadas. De ese modo, mientras que los bolsos de José López prueban no sólo la culpabilidad de todo el gobierno de CFK, empezando por ella misma, sino que demuestran la ilegitimidad del modelo político llevado adelante por ese gobierno, las confesiones delictivas del accionista mayoritario de una empresa no deberían afectar ni el patrimonio ni el giro comercial de la misma.

Asombros de una época asombrosa.