Hace casi 60 años se estrenaba “Un tiro en la noche” (“The Man Who Shot Liberty Valance”), un grandioso western de John Ford. La película trata sobre el dilema de la civilización o, más bien, sobre cómo la civilización puede enfrentar a la barbarie en su propio terreno. El civilizado es un abogado interpretado por James Stewart que llega a un pueblo del Oeste norteamericano con las ideas de progreso que hacia la misma época defendía D.F. Sarmiento de este lado del Río Grande.

El bárbaro es Liberty Valance, interpretado por Lee Marvin, un forajido que domina esa pequeña sociedad a través de la violencia. Entre ellos hay un personaje esencial interpretado por John Wayne. Es un bárbaro que Valance no logra dominar y que intuye que el futuro pertenece más a la civilización del abogado que al mundo violento de Valance, que sin embargo le es afín.

El inevitable duelo entre el civilizado y el bárbaro se resuelve, sorpresivamente, a favor del primero. El abogado se transforma en “el hombre que mató a Liberty Valance” y su hazaña abre las puertas a la civilización: en pocos años, el pueblo se transforma en una ciudad próspera y él es elegido senador. Al final de la película, el senador ya anciano confiesa lo que todos intuimos: el tiro nocturno que mató a Valance no fue de él, sino del bárbaro interpretado por Wayne.

Hace unos años, durante los ´90, un amigo empresario solía contestar mis críticas al modelo menemista de licitaciones a dedo, pliegos de privatizaciones hechos por los oferentes y apoyo irrestricto del Estado a las empresas privatizadas por sobre los intereses de la ciudadanía, diciendo que yo estaba en lo cierto pero que se trataba del “último crimen”. Aceptando ese sacrificio, la rueda del progreso se pondría en marcha y por fin seríamos Australia. En realidad, a diferencia de lo ocurrido con el pueblo de “Un tiro en la noche”, el crimen apoyado por mi amigo y muchos otros entusiastas sólo aportó más pobreza y menos desarrollo.

Desde hace unas semanas, a partir de la publicación en La Nación de los facsímiles de los cuadernos de chofer-escriba Centeno, volvimos a debatir sobre los medios y los fines. En una asombrosa columna publicada en la revista Anfibia, Roberto Gargarella, reconocido académico argentino especialista en DDHH, desarrolló un entusiasta apoyo a la delación premiada: ¨Para “rescatar” al derecho penal pero, muy sobre todo, para hacer frente al “tipo de trauma” que más nos afecta en la materia (desigualdad/impunidad de los poderosos), en los últimos tiempos el derecho ha hecho uso de algunas herramientas novedosas. Una de las más notables de entre todas ellas es la figura de la “delación premiada” –la “ley del arrepentido”- que tanto en Brasil como en la Argentina ha tenido consecuencias estrepitosas. Por primera vez en la historia de ambos países, vemos desfilar un muy alto número de empresarios poderosos y políticos de primera envergadura, por los pasillos de nuestros tribunales y establecimientos penales. La novedad que se ha producido, en términos de resultados, es incontrastable, descomunal, históricamente nunca vista.¨

Lo más notable en la columna de Gargarella es que no analiza los resultados que esas herramientas novedosas, para retomar su expresión, han generado en Brasil a partir de su implementación en el marco del Lava Jato, como el golpe institucional que sacó de la presidencia a Dilma Rousseff y la causa que mandó a la cárcel a Lula, el candidato presidencial mejor posicionado, en base a las “íntimas convicciones” del juez Moro, sin el sustento de prueba alguna.

Tampoco los múltiples vicios de la causa de los Cuadernos, como la apropiación de la misma por el juez Bonadio sin pasar por el sorteo de rigor, la expulsión del abogado de CFK del allanamiento a su domicilio y el uso de la cárcel preventiva como método extorsivo para obtener la confesión buscada pero, sobre todo, la transformación de la justicia en un actor político explícito parecen amedrentar el entusiasmo de éste discípulo de Carlos Nino y gran fustigador de la anomia, es decir, de la inobservancia de la ley.

Ocurre que el truco de Gargarella consiste en construir un mal absoluto, en este caso la corrupción pública, que requiere para ser combatido de métodos excepcionales, casi podríamos decir de crímenes virtuosos. Un truco similar intenta desde hace décadas el Comando Sur de los EEUU con la vaporosa teoría de las “nuevas amenazas”. En este caso el mal absoluto es el narcotráfico y el terrorismo, cuyo combate requeriría que las FFAA se ocupen de la seguridad interior, algo que tienen prohibido por ley tanto en nuestro país como en EEUU.

Una visión candorosa podría interpretar que a través de “Un tiro en la noche” Ford sostiene que el fin justifica los medios. En realidad, no se trata de una declaración de absolutos, sino de aceptar que a su entender ese fin justifica ese medio.

Podemos imaginar que si para lograr el desarrollo de su pueblo, el abogado hubiera exterminado a la mitad de sus habitantes, si hubiera reemplazado a Valance por otro forajido o lo hubiera amenazado con matar a sus hijos, la opinión de Ford no hubiera sido la misma.

¿Si aceptamos que la justicia federal, los medios y los servicios (nuestros y ajenos) actúen libremente en política, encarcelando a ciertos candidatos y protegiendo a otros, eso logrará frenar la corrupción pública? Podemos dudar de ese noble objetivo apoyado por tantas almas de cristal pero no de los resultados catastróficos que esas “herramientas novedosas” ya están generando en las democracias de la región.