El 2 de abril de 1976, el ministro de Economía José A. Martínez de Hoz anunció el programa económico de la Dictadura, que contó con el respaldo del FMI y de casi todas las cámaras empresarias del país. Entre otras medidas, estabeció el congelamiento de los salarios y la eliminación de los controles de precios. El “sinceramiento de la economía”, un candoroso eufemismo ya utilizado en aquel entonces, generó tanto la euforia de la Bolsa como una caída del salario real del 30%.  

En julio del 2001, De la Rúa fijó a través de un decreto de necesidad y urgencia la reducción del 13% de sueldos estatales, de jubilaciones y asignaciones familiares. Por cadena nacional, el presidente insistió en que “el plan de ahorro es innegociable” y se vanaglorió de que "se acabaron los salarios altos en el Estado nacional". "Me da bronca que los que fueron parte de la fiesta ahora quieren paran el país", se lamentó frente a las amenazas de paros contra el ajuste de los sindicatos más combativos. 

En 2010, luego de un largo derrotero judicial, la Corte Suprema determinó que la poda de haberes fue inconstitucional. La medida no sólo catalizó aquello que buscaba evitar sino que, además, era ilegal.

En mayo del 2016, la vicepresidenta Gabriela Michetti justificó el ajuste que Cambiemos había negado durante la campaña pero propiciaba desde el gobierno explicando que debíamos salir de la "fantasía de una mentira importante y muy grande, de haberle dicho a la gente que podía vivir de esta forma eternamente porque tenemos recursos para eso".  

Hasta hacía unos pocos meses Michetti y el resto del equipo de Cambiemos explicaba que podíamos vivir mejor pero apenas tomaron las riendas del Estado se dieron cuenta, como Martínez de Hoz y De la Rúa antes que ellos, que vivíamos demasiado bien, con un nivel de consumo tan insostenible como peligroso. Esa letanía del exceso de bienestar es la clave del plan antiinflacionario del mejor equipo de los últimos 50 lustros: reducir el poder adquisitivo de sueldos y jubilaciones para enfriar la economía y lograr contener el alza de los precios. El rmétodo no sólo es injusto, es también inútil: según el economista Mariano Kestelboim, el nivel de inflación de estos últimos 30 meses es el más alto desde la hiperinflación de 1989/91.

Desde que el gobierno tuvo que pedir con urgencia la ayuda financiera del FMI, la retahíla del exceso de bienestar se ha transformado, además, en la justificación de dicha decisión. Según nos informan los voceros del gobierno y nuestros periodistas serios (dos colectivos que cada día cuesta más diferenciar) la necesidad de dólares no nace del sobreendeudamiento o de haber dilapidado el equivalente al 20% de las reservas actuales para liberar la fuga de capitales sino del exceso de “gasto público”. La solución no sería regular esa fuga, como ocurre en esos países que según Cambiemos deberíamos imitar, sino en gastar menos en gasas, escuelas, cloacas, asignaciones familiares o jubilaciones (erogaciones que según el pensamiento mágico macrista se harían en dólares y no en pesos). 

Los programas económicos serios, como el de Cambiemos y antes el de la Dictadura o el de la Alianza, siempre exigen terminar con “la fiesta”. Los casi 900 millones de pesos que se pagan por día para mantener las LEBACs, ese esquema Ponzi de estafa piramidal, y el haber padecido en abril la mayor fuga de capitales desde el fin de la convertibilidad, demuestran, como suele explicar un conocido tuitero, que la fiesta no terminó, sólo cambió de barrio