En diciembre del 2001, una semana antes de que De la Rúa escapara de la Casa de Gobierno en helicóptero, dejando 5 muertos y 227 heridos en la Plaza de Mayo; Horst Köhler, el titular del FMI, se comunicó con el viceministro de Economía Daniel Marx exigiéndole la aprobación del Presupuesto antes de desembolsar la ayuda financiera esperada. El Presupuesto incluía una serie de ajustes acordados con el organismo, como la eliminación del aguinaldo y el aumento del precio del gasoil. “Ustedes elijan la mezcla. Pero deben ajustar", fue la última exigencia de Köhler.

La política durante el breve reinado de Fernando De la Rúa se limitó a la pantomima de enviar “buenas señales” para que llegaran “las inversiones” que generarían el inevitable “círculo virtuoso”. Luego de cada ronda de negociación, el ministro de Economía nos hacía llegar la buena nueva, que era luego matizada por el propio FMI: en realidad los fondos no llegarían tan pronto como pensaba el funcionario o requerían de mayores esfuerzos que los anunciados por el gobierno. Así decantaban las “decisiones duras pero necesarias”, como reducir sueldos y jubilaciones o flexibilizar el mercado del trabajo, iniciativas que empeoraban el presente en nombre de un futuro incierto pero inevitablemente mejor.

Luego vino la debacle, el default, constatado más que decretado por Adolfo Rodriguez Sáa, y el salto al vacío. De ahí, la pesificación asimétrica de Eduardo Duhalde y más tarde la quita de deuda de Néstor Kirchner y el pago de la deuda al FMI para liberarse de la tutela del organismo. Eso significó el freno a una tradición de casi 30 años: la renegociación permanente de los intereses de la deuda como tarea primordial del ministro de Economía y espada de Damócles de todo gobierno.

Trece años después de cancelar la deuda con el FMI para evitar sus exigencias en materia económica, la Argentina vuelve a pedirle ayuda financiera. Volvimos así a ver al equipo económico llegar con premura a la sede del fondo en Washington y salir con gestos de obligada alegría. 

En su último informe anual sobre la Argentina, el FMI recomendó, entre otras letanías habituales, la reducción de “planes sociales”, jubilaciones y asignaciones familiares, la reforma laboral y la eliminación de esas políticas proteccionistas que sí puede aplicar cualquier país desarrollado. Pero como el FMI de Christine Lagarde ya no tiene nada que ver con el que dirigía Horst Köhler, como no se cansan de repetir nuestros periodistas serios, su vocero explicó que "será un programa argentino; el FMI apoyara las prioridades argentinas”. “Ustedes elijan la mezcla” había dicho el bueno de Horst. 

Así, nuestro destino ya no depende de los aciertos de nuestros gobernantes sino de su habilidad para transmitir buenas señales a terceros que sí tendrían la clave de nuestro desarrollo y del bienestar de las mayorías del país, a través de políticas que siempre han fracasado pero que esta vez tendrán éxito. Como la curación por las gemas, es sólo cuestión de fe. 

La pantomima de las buenas señales no sólo representa el grado cero de la política y una honesta confesión de insignificancia por parte de quienes la profesan: es sobre todo el anuncio de que la única herramienta que tendremos frente a la tenaz ausencia de inversiones será elegir la mezcla de decisiones duras pero necesarias.