Mi papá enciende el motor del auto en la cochera y ahora me lavo los dientes más rápido. Escupo y escucho su voz tensa: “¡Dale, Julia, apurate!”. Me pongo cubre ojeras y rimmel en un segundo, manoteo la mochila de arriba de la mesa y corro al auto. “Habíamos dicho que salíamos y media”. Son menos cuarto y se abre el portón. Levantamos a mi hermana por su casa. Mi papá resopla cuando la ve porque tiene puesto un micro short y una gorra de River que la hace ver como una promotora. Estoy segura de que en este momento se maldice por no haber buscado al varoncito. Si lo apurás, adoptaría a un pibe en este instante, le pondría la camiseta de River, lo subiría al auto y nos bajaría a nosotras. No lo culpo.

Es un domingo habitual de cancha hasta que miro la mochila que agarré. La adorna un pin que dice “feminista” y un parche pintado con acuarelas que compré en una marcha: “Somos las nietas de las brujas que no pudieron quemar”. Además, algún día le até el pañuelo verde del aborto legal. Se me hace un nudo en la cabeza.

Llegamos al Monumental y vuelvo a querer a mi viejo. Me doy cuenta de que ese es mi lugar en el mundo. Ahí nos separamos de él, que va a otra platea. Discuto con mi hermana la titularidad de Mora o la de Scocco, pasamos los molinetes y subimos las escaleras.

Crecí con la vida en rojo y blanco. Grité, lloré, me morí y reviví un millón de veces en esa cancha. Si hay algo de lo que nunca pude escribir sin definirlo con la intensidad que merece, es de la pasión que siento por River. Voy a agradecer para siempre que mi viejo no haya tenido un hijo varón y que, como manotazo de ahogado, me haya transmitido esto a mí.

Llego a la platea y, mientras me acerco a mi asiento, siento las miradas lascivas. De arriba a abajo y de abajo a arriba. No es que sea Pampita, es que cada diez varones hay una mina y, bueno, llamamos la atención. En la platea San Martín Alta pega el sol de lleno. Mi hermana se queja y me avisa que la próxima va a traer la bikini debajo de la camiseta porque todos los chabones están en cuero y qué envidia. Si cuando entramos cabizbajas nos miran así, todo indica que se le deberían tirar encima si entra en corpiño.

Un grupito de cinco amigos discute adelante mío sobre la titularidad de Mora o la de Scocco. Se mete un viejo simpático que tienen sentado al costado y opina. Yo sé por qué Gallardo lo elige a Mora desde el arranque y después mete a Scocco. Qué raro sería que me meta en esta conversación, pienso. Los chicos parecen bastante buena onda, pero no, no me meto. Vuelvo a mirar mi mochila y el nudo que se me hace en la cabeza es más grande.

El partido empieza y los cantitos de cancha son lo más misógino del mundo. En este momento ya pienso en prender fuego la mochila para que mi moral deje de hacer una fricción tan horrible con mi pasión. Pero canto, porque si hay algo más lindo que cantar un buen tema de tu equipo en la cancha, que alguien me lo haga saber. Nada tiene que ver mi voz con el coreo del resto. Pero mi tono femenino me hace dar cuenta de que somos más pibas en la cancha que hace algunos años y me arrepiento de haber querido prender fuego la mochila.

En el entretiempo mi hermana me pide que le saque una foto. Vaya si habrá momento más boludo en una cancha que cuando posás de espalda al césped, para que salga de fondo, y la gente que está arriba tuyo en la tribuna te mira sonreír. Las miradas a mi hermana son fuego. Arden. A ella le encantan. Envidio su manera de burlarse del sistema y disfrutar de ese momento, de no achicarse, de acomodarse las tetas y pedirme otra foto.

Se cumplen los 45 minutos restantes y ganó River. Estamos de fiesta. Yo ya sé que mi semana toma otro color. Gallardo saluda a la gente antes de irse y explotan las palmas tan fuerte que te da piel de gallina. A este tipo tengo ganas de abrazarlo y decirle gracias cada cinco minutos, de darle uvas en la boca y abanicarlo por el resto de mi vida si me lo pide. ¿Cómo le explico a alguien que no le gusta el fútbol que ese aplauso esconde todo esto?

Aunque lo intente, no puedo olvidarme de la mochila. De que soy una apasionada del componente cultural más excluyente para las mujeres de la historia. Pero ahí está el feminismo otra vez tapándome la boca. Me tranquilizo pensando que las contradicciones son parte del juego y que si no nada tendría sentido. Entonces escribo esto.

Me levanto el lunes y chicaneo a mis amigxs de Boca. Me río aunque recibo chicanas que me duelen. Scocco definió el partido entrando en el segundo tiempo y yo tenía razón. Inflo el pecho y pienso que el próximo domingo el pañuelo verde no lo llevo atado a la mochila, lo llevo atado al cuello.