Hace un poco más de 30 años, caminando por Palermo, me crucé con un grupo de jóvenes con capas y estandartes rojos. Eran militantes de Tradición Familia y Propiedad (TFP), una agrupación de laicos católicos que dedicaban su tiempo libre a luchar contra los estragos de la modernidad. Lo que los atormentaba en aquel entonces era el proyecto de ley de divorcio vincular que el presidente Raúl Alfonsín iba a enviar al Congreso y que permitía un nuevo casamiento en caso de divorcio (algo que la ley anterior no admitía). Ataviados como señores feudales, sostenían que esa iniciativa era contraria a la ley canónica, algo irrefutable, pero también que su sanción nos llevaría “hacia la homosexualidad y la drogadicción”. Una curiosa afirmación, un poco más difícil de compartir. 

Durante el debate parlamentario por el proyecto de ley de matrimonio igualitario, en julio del 2010, algunos de los opositores más febriles al proyecto también usaron argumentos creativos para alertar a la opinión pública sobre sus riesgos, tan atroces como imaginarios. La senadora Chiche Duhalde, por ejemplo, señaló el peligro de que parejas homosexuales vinieran del extranjero “a llevarse a nuestros chicos” y la senadora Liliana Negre de Alonso denunció el “tráfico de semen” que podría generarse si la ley permitía que las parejas homosexuales establecieran un contrato matrimonial similar al de las parejas heterosexuales.

En realidad, ni el divorcio vincular nos llevó hacia la drogadicción y la homosexualidad, como temían aquellos jóvenes entusiastas del Levítico, ni la ley de matrimonio igualitario nos convirtió en exportadores de bebes o traficantes de semen. No padecimos lluvias de fuego ni fuimos convertidos en estatuas de sal; sólo conseguimos, gracias a la constante presión de minorías intensas que lograron el apoyo de la sociedad, que la ley amparara costumbres que esa sociedad ya avalaba. 

Muchos parlamentarios sostuvieron que no era el momento para discutir esos temas, que había otros más urgentes o que lo único que buscaba el oficialismo era dividir a la sociedad. Existían efectivamente muchas razones- religiosas, morales o políticas- para no dar esos debates. Hoy nadie lamenta haberlo hecho.

Hoy volvemos a hablar de la necesaria despenalización del aborto, gracias también a grupos de presión que movilizan a la opinión pública, como el que apoya la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto legal, Seguro y Gratuito y cuyo reclamo va más allá de la despenalización: “Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir”. 

Al igual que en el caso del divorcio o el matrimonio gay, importan menos las intenciones del oficialismo que las ventajas para la ciudadanía de dar este debate para impulsar que la ley ampare una práctica que se lleva a cabo de hecho y la sociedad acepta. A efectos de esa sociedad, el aborto no es un problema religioso o moral, sino uno de salud pública, de DDHH y de justicia social. Evitar las muertes por abortos clandestinos, como primer paso.

Uruguay votó la ley de divorcio en 1907, nosotros 80 años después. No esperemos al 2092 para despenalizar el aborto, como lo está en Uruguay desde el 2012.