Setenta y siete años en la Argentina, 56 como miembro de la Iglesia Católica, 15 como arzobispo de Buenos Aires, 12 como cardenal primado de la Argentina, 8 como presidente del Episcopado. Una vida de intervención política destacada y una etapa última, a partir de 2001, con actividad cotidiana en la Catedral Metropolitana, a orillas de la Plaza de Mayo y a metros de la Casa Rosada.

Cuando llegó a Papa, hace ya casi cinco años, el jesuita Jorge Bergoglio no era un improvisado ni -tampoco- un desconocido. Sin embargo, la tribu de los argentinos se sorprendió tanto o más que los extranjeros. Lejos de ser profeta en su tierra, era un político obsesionado en busca de trascender, hiperactivo, dueño de lazos que le permitían incidir en lo más alto y lo más bajo, aunque subestimado en su capacidad real.

Cuando se trepó a la cima del poder mundial, Bergoglio era leído en su país apenas como el conspirador que fogoneaba cualquier asonada contra el gobierno de ese entonces. Recortado como el provincial que entregó a dos sacerdotes jesuitas, de diálogo con el genocida Massera o como el obispo que gustaba flagelar a Néstor Kirchner con sus sermones. Olvidado como redactor del tercermundista Documento de Aparecida y menospreciado como impulsor de una red de curas villeros que por estos días se proyecta a nivel nacional. Ayer un conservador, hoy un populista.

Ayer un conservador, hoy un populista

Casi como en venganza por esa incomprensión, Bergoglio lleva ahora cinco años en lo más alto de la cofradía vaticana, aclamado a su paso por las multitudes en distintos rincones del planeta y en la menuda tarea de salvar a la Iglesia Católica de su crisis. A los 81 años, sus incursiones no reconocen fronteras ni religiones. Cientos de miles de kilómetros que incluyen el sobrevuelo repetido sobre América del Sur, sin pasar por Argentina. Brasil, Paraguay, Ecuador, Bolivia, Colombia, México, Cuba y ahora Chile y Perú.

Para verlo en Santiago, Iquique y Temuco, una marea de sus compatriotas ya se trasladan por cielo y tierra. Será la estrella que al otro lado de la cordillera proyectará imágenes hacia todo el mundo, durante la semana que ya empieza.

Las mayorías argentinas con las que se mezcló casi desde el anonimato lo adoran a la distancia. Los que ayer se abrazaban a su ejemplo de resistencia hoy se indignan sin entender un viraje que no es. Los que antes lo veían como un demonio hoy lo sienten esperanza en medio de la tempestad.

Los que antes lo veían como un demonio hoy lo sienten esperanza en medio de la tempestad

Bergoglio creció con su conversión en Francisco pero no cambió su esencia, la de un político que ejerce el poder, aferrado a una concepción sobre la historia en la que conviven los jesuitas y el peronismo. Siempre opositor al poder doméstico de los políticos argentinos. Parado firme en su propio pedestal.

Pedirle que convalide las libertades individuales y abrace las banderas del liberalismo es fantasear con una Iglesia que resigne su tutela opresiva sobre la vida ajena. Lo mismo que reclamarle que aliente la confrontación entre clases sociales. Sin embargo, su mensaje molesta arriba porque reincide en el foco sobre los excluidos, ese enorme continente que amenaza con su sola presencia la propiedad de los incluidos. Mientras otros lo subestiman, Bergoglio aún reza para que el volcán que se asienta en los márgenes no entre en erupción.

Mientras América Latina lo festeja, Argentina lo espera en vano. Si el Papa no se mueve sólo por el rencor y el capricho, quizás esté alumbrando una verdad más incómoda, la de un país agrietado seguro de certezas que -en forma recurrente- se demuestran inservibles. Que no logra trascender y se desvanece bajo la forma cínica de la ignorancia. Que cree saber casi todo y no sabe casi nada.

Que Dios nos perdone.