Una vez ya lo conté acá. Viajaba en colectivo y una señora me preguntó cómo llegar al Correo donde ya funcionaba el CCK. Estábamos en el 2016. Le expliqué y le pregunté qué pensaba sobre que le quieran cambiar el nombre como “Centro Cultural Kirchner” y me dijo que le parecía mal. Que había sido un presidente con sus cosas. Y después no dijo más nada. Quiero viajar en ese colectivo hasta el final: no me olvido de esa señora que me hizo sentir que la unidad es superior al conflicto. El dilema de Néstor Kirchner no es tanto si construyó un país normal como la normalidad de esa primera presidencia: superávits gemelos, consumo a tasas chinas, reparaciones, derechos y de casa al mercado y del mercado a casa. La televisión prácticamente se vació de programas políticos. Ese Néstor mató a Caiga quien Caiga. Kirchner no sólo habrá corrido límites de lo posible, sino que vio los que ya estaban corridos: se podía recuperar la ESMA, se podían tener paritarias y se podía masificar el derecho a consumir en cuotas. Todo junto. No conocí a Kirchner. No tengo una selfie. Por eso elijo esta foto tan particular, tan en situación, tan fuera del mármol, de Osvaldo Nemirovsci (un gran tipo de la política, que lo conoció en “esas”). La foto no es íntima, no es su “humanidad”, es algo más: el político, el dedito, el tono de voz, la firmeza, la bajada, la altanería. Sin oda a la realpolitik, reconciliando los pedazos de telas viejas y nuevas con los que se viste la acción política. En una Unidad Básica que llevaba el nombre de “Armando Cabo”, de San Cristóbal, el “Negro” Varela fue el primer tipo que en 2002 me habló de Kirchner seriamente, y me pareció, en medio del desierto duhaldista, una referencia válida y perdida, directa al basurero de la Historia, pero me gustaba también porque cualquiera olfateaba que las ilusiones decembristas eran de grito alto y vuelo corto. Kirchner -quien quería saberlo, sabía- era de los más progresistas de los gobernadores peronistas puertas afuera de Santa Cruz y adentro un caudillo más clásico, con un pasado en la izquierda peronista de los años 70 que tenía los pies sobre la tierra de la política democrática. Formaba parte del Partido Justicialista, de los claroscuros de ese partido y de esa Historia. Un argentino de bien. Se entendía, se toreaba, se entendía, se toreaba con Menem, con Cavallo, con Duhalde. Ese pasado gris me gusta, ese pasado no excepcional -salpicado con una historia familiar, en el mejor sentido, “clásica”- ese pasado silvestre que se reconstruyó tanto (con una reescritura que vanamente quiso volver cada mínimo gesto una profecía).

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Si hay algo que vale la pena decir hoy, a diez años de su muerte, entre la incertidumbre de la pandemia y la incertidumbre de la economía, es esto: el mejor Kirchner es el que está a un segundo de ser momificado. El que elude eso. Un Kirchner real. Un hombre para el país y no un país para el hombre. Para Kirchner lo excepcional era la Argentina, su sociedad, los pedazos de esa locura a la que decidió gobernar pareciéndosele. Como los mejores peronistas, se ubicaba al borde del peronismo. Como los mejores políticos, se ubicaba al borde del sistema político. Dejó entrar la calle al palacio. Para compensar el poder de otros quiso ser demasiado poderoso, incluso no viendo en esa ambición el límite que pudiera volcarlo. En Argentina encanta el Pepe Mujica, pero nadie quiere serlo. En Argentina nadie tiene poder sin las dos caras de la luna. Kirchner lo supo, y actuó. Kirchner le sacó las balas a la policía. Le debía la presidencia a un presidente necesario que se tuvo que ir por matar. Kirchner quería ser, a su modo, el último cuerpo de la política. Por eso nadie quería ser Kirchner. Última sangre derramada pero adentro de las instituciones. Qué hacer con la militancia, qué hacer con la clase política, qué hacer con la clase media y la clase trabajadora que había quedado bastante diezmada. Por lo pronto recuperarla y hacerla caminar. Un futuro. Hay que dar siempre un camino. No había un libro rojo, ni un Plan Quinquenal. Era una intuición atada a principios, parafraseando a Pepe Nun que cuando era kirchnerista lo definió así: un tacticismo atado a principios. Kirchner camina en la cinta mientras mira diez monitores. Camina en la cinta mientras mira las nuevas olas y mira el viejo mar argentino. Lo nuevo que se hace con lo viejo. Un gran presidente para todos, incluso eligiendo no ser de todos. Un espectro irreductible por los jardines de Olivos. Kirchner no inventó una economía, inventó una política. En lo personal le dio un sentido total a una etapa de mi vida que volvería a vivir del mismo modo. Gracias, Flaco.