La mejor manera de disolver una protesta es no generándola. Si la encrucijada del presente obliga a provocarla para evitar un mal mayor -que el país estalle como sugirió el Presidente en la CNN hace 7 días-, existen alternativas para minimizar su impacto.

La primera es garantizar que, a la hora de los reclamos, los aliados que se consigan estén más convencidos que obligados y el arco amplio de sus adversarios no encuentre motivos para fundirse en un abrazo opositor. La segunda es montar un escenario que no delate que los inquilinos de la Casa Rosada se están jugando la vida con una ley que -aunque sea importante- nunca define la suerte de un gobierno, menos todavía si el oficialismo viene de ser plebiscitado en las urnas hace menos de dos meses. La tercera es no exacerbar el malhumor general en meses de alta sensibilidad social, cuando el año se apaga y las mayorías sólo quieren brindar por el milagro de estar vivos, después de todo.

Trate siempre de no sesionar en fechas traumáticas para los habitantes de un país, con reformas guionadas por el FMI que recortan en los sectores más vulnerables. Si todo eso resulta inevitable por la propia génesis del proyecto en curso, el objetivo deberá estar en reducir al mínimo los costos para la legitimidad del oficialismo y la vida de la oposición.

No haga trampa, no diga una cosa y haga otra, no mienta. No deje que el fracaso de la política libere el instinto asesino de los miembros de las fuerzas de seguridad. Por más que los tanques, los hidrantes, las balas y los gases lo hagan sentir poderoso, la autoridad de un gobierno -en caso de ser democrático- se hallará siempre en la popularidad y en el respeto por parte de los adversarios.

No deje que la gendarmería y la policía se conviertan en el rostro principal del oficialismo. No permita que le gaseen la cara a las diputadas opositoras. No siga elevando la cifra de muertos civiles a manos de los uniformados. Condúzcalos, reduzca su poder a la mínima expresión. No se fíe de los comentaristas de televisión adictos, que nunca condujeron más que un automóvil y ofician de barrabravas con gorra y casco.

Mucho menos, de los que defienden ideas antagónicas a las que propagaban antes. Hacen su trabajo en beneficio propio, pero su mirada tiene la profundidad de un dedal y, cuando usted caiga, no vendrán a socorrerlo.

No atienda a los alcahuetes que le susurran siempre lo que quiere escuchar. Trate de prestar atención a esa zona indefinida de sus votantes circunstanciales. Intente un esfuerzo por escuchar lo que pasa abajo, aunque le quede lejos. No atente por decreto contra la vida cotidiana de las mayorías. Si la señal es de ajuste, que empiece por otro lado.

Que Mauricio Macri se mire en el espejo de Néstor Kirchner, el presidente que asumió con 22% de los votos y -durante sus 4 años de mandato- ganó legitimidad con fuerzas de seguridad que tenían prohibido portar armas en manifestaciones, es pedir peras al olmo en la Argentina agrietada.

También que se asome al abismo de Fernando De la Rúa, el lugar común de la huida en helicóptero en medio de una crisis terminal. Puede ser instructivo, en cambio, que revise los días en el poder de su amigo Eduardo Duhalde. El industrialista pro devaluación que había tenido relaciones carnales con la policía bonaerense entró por la ventana a un país incendiado, lejos de ser un estadista, y bailó con la más fea.

Hizo lo mejor que pudo hasta que su esencia, la de un gobierno que odiaba a los piqueteros, derivó en una cacería que lo obligó a abandonar el poder. Al mejor Duhalde lo jubiló la serpiente represiva que lo abrazaba y no pudo contener. Fomentó y dejó crecer desde su gabinete peronista un clima de terror que lo terminó devorando a partir de los crímenes de dos militantes. Muchos de sus ministros hicieron carrera después con el kirchnerismo, pero él no: por más que lo intentó, por más que su balance no fue el peor, nunca pudo volver.

Mañana, cuando Cambiemos intente por última vez aprobar la reforma previsional en el Congreso, tendrá enfrente una manifestación social de envergadura preparada para resistir el arsenal represivo del Estado argentino que hoy comanda Macri.

A cargo de las fuerzas de seguridad seguirá una ministra de la Alianza que actúa resentida, como si se estuviera vengando de su historia de fracasos y deserciones. Puertas adentro, habrá otra batalla más tenue por el quórum y la mayoría. El Presidente no sólo deberá sortear el desafío opositor. Estará también bajo la vigilancia atenta del círculo rojo, al que ya le ganó alguna que otra pulseada: en los días finales de este diciembre, se verá si es Macri el vehículo indicado para plasmar como nunca en la historia sus pretensiones desde la Casa Rosada.

O si es uno más, de los que se ceban con la prepotencia del poder, para después apagarse como el fuego de una hoguera.