A 20 días del escándalo de los cuadernos, uno de los mayores casos de corrupción que golpeó a la Argentina y estremeció a la opinión pública, el cinismo de la defensa y la inoperancia de la justicia nos cuesta caro; e incrementa un déficit que a este paso es difícil reducir.

Hoy, todas las miradas apuntan a Oscar Thomas, ex director de Yacireta y único prófugo de la causa judicial que salpica al gobierno de la ex presidente Cristina Fernández. Revestido de maliciosa impunidad y encubierto en un silencio que lo condena, a través de su abogado anunció que no se va a entregar.

Sin embargo, el gobierno apuntó a una llamativa estrategia, ya utilizada anteriormente, para dar con su paradero: la recompensa. Un recurso que nunca falla, y que a corto o largo plazo surge efecto. Ocurrió en 2016, con el caso de los prófugos del triple crimen de Gral. Rodríguez, para el que la provincia ofreció $2 millones a quienes aporten datos; también se replicó en diciembre con el “Gordo del mortero” -el militante del Partido Obrero- que atacó a la policía con un arma casera, y por el que el Ministerio de Seguridad ofreció $1 millón a quien brinde información acerca de él, pero todavía no hay datos. Nada es para siempre. Con una oferta de $500 mil en la mesa, la libertad de Thomas tiene los días contados. Alguien lo protege, y todo tiene un precio. Por la plata baila el mono, y el argentino tiene la avaricia en su ADN.

Curioso, sí. Aún prófugos, no siguen saliendo caros. Somos una sociedad que naturalizó la corrupción, la percibimos con la cotidianidad de ver el pronostico al comienzo del día, sin escrúpulos ni sorpresa alguna. Vivimos impregnados en un vicio, un mal, que ocasiona desigualdad e injusticia, pero que al momento de de denunciar o combatir esta avaricia creemos que tenemos que ser premiados o sacar rédito de ello. Y no. Recibir una recompensa por destaponar a un miserable que alcanzó el poder, a través del engaño, y cuya única ambición fue incrementar su patrimonio, no es un deber, es una obligación. Vemos la paja en el ojo ajeno, sin embargo, cuando hay que hacer patria, se hace negocio.

“El costo de las coimas fue de USD 36 mil millones”. Así titularon las portadas de los principales diarios nacionales y en el mundo, tras el informe presentado, la semana pasada, por dos investigadores del Conicet y profesores de la UBA, que estiman que con coimas del 20% en la obra pública, en una década se desplomó un 6% del PBI, semejante al déficit fiscal total de hoy. Te genero náuseas, odio, repugnancia e impotencia, ¿no? A mí también. Fuerte, si fuerte. Fuerte es un país que, pese al saqueo, trata de salir a flote.

Pese a que quien promulgó que “nadie iba a robar nada, porque iban a controlar todo” termino siendo la ideóloga de una asociación ilicita, e incluso, no hay dudas, una de las personas más adineradas del país; dinero sucio, fruto del guante blanco e incluso, hoy, camino a un nuevo atraco. No a la casa de la moneda, ni al mando de un perspicaz profesor; sino al sillón de Rivadavia al mando de Cristina Fernández. Esta vez la vara supera a la ficción, y nuestro país es golpeado por una triste realidad. Argentina no es inviable, ni deficitaria; sino que quienes ocupan el poder, con el afán de la riqueza, provocan esa pobre y maldita transformación.