Una de las letanías reaccionarias más tenaces señala que contar con gobernantes ricos es una ventaja para la ciudadanía ya que, más allá de que sus decisiones políticas sean acertadas o calamitosas, al ser adinerados no necesitan robar. Esa curiosa afirmación se basa en al menos dos falacias: por un lado la de creer que los ricos no roban y por el otro, la de considerar que lo peor que puede hacer un gobernante contra sus representados es robar.

Hoy quisiera observar la primera de esas falacias y analizar cómo se ha logrado transformar en certeza. El primer truco para conseguirlo consiste en limitar el robo a su componente más rudimentaria: el menudeo. En efecto, ningún millonario se dedicaría a hurtar celulares o a arrancar carteras al voleo por la calle. Eso no nos habla necesariamente de su honestidad, sino más bien de su exigencia de retorno a la hora de encarar un nuevo negocio.

Bernie Madoff, ex gurú de las finanzas y uno de los más importantes inversores de Wall Street, fue condenado a 150 años por un fraude que se calcula en más de 60.000 millones de USD, algo así como el 10% del PBI de la Argentina. Cuando Bernie alcanzó sus primeros 10 millones de USD, eligió seguir robando durante décadas pese a ser millonario, lo que contradice la candorosa teoría del millonario honesto.

Apenas asumió, el gobierno de Cambiemos estableció una amplia amnistía para los contribuyentes que tuvieran fondos en negro. Con la promesa de no investigar su origen, no exigir su repatriación en el caso de tenerlos afuera y sólo cobrarles un impuesto del 10% (contra al menos el 35% que correspondería por Ganancias). Esos buenos ciudadanos aceptaron blanquear unos 100.000 millones de USD, bastante más de lo que estafó Madoff.

Si el Gobierno hubiera decidido una amplia amnistía para los ladrones de celulares o carteras a cambio de una parte del botín, nuestras almas de cristal y nuestros medios serios se hubieran indignado con razón; pero como los beneficiarios fueron ricos que se quedaron con al menos 25% de fondos que deberían estar en las arcas públicas (incluyendo entre esos contribuyentes no convencionales al hermano y socio del presidente Macri). No sólo no los condenaron, sino que aplaudieron su súbito patriotismo. Nadie calculó cuántos jardines de infantes se podrían construir con esos recursos que descansan en Luxemburgo, Andorra o Caimán.

De la misma forma, estatizar los pasivos de empresas privadas, como cíclicamente ha ocurrido en nuestro país, suele ser visto por nuestros analistas económicos serios como una benéfica “inyección de liquidez en el sistema”, mientras que los denostados “planes” o subsidios, que inyectan liquidez en las capas económicamente más vulnerables, son denunciados como clientelistas y demagógicos.

Los ricos han logrado convencer a quienes no tomaron la precaución de serlo, que no sólo no roban, sino que, además, al recibir recursos públicos sin necesitarlos demuestran una notable virtud ciudadana.

Otro asombro de una época asombrosa.