Dicen que no hay que hablar mal de la familia, pero ¿qué pasa si la familia es un antro disfuncional en el que todos juegan a quién puede ser más cínico, o en el que los padres tienen preferencias notorias dependiendo de cada hijo? Alejo Schapire no habla de su familia. O sí: habla de la educación en una serie de valores que, con el paso del tiempo, fueron cambiando. Sin embargo, a medida que pasan las hojas de La traición progresista (Edhasa, 2019) uno se pregunta si los valores permanecen inalterables en Schapire y es el mundo el que se ha vuelto loco disolviendo el valor de las expresiones. ¿Qué es políticamente incorrecto hoy? ¿Cuáles son las minorías oprimidas? ¿Puede llegarse a un extremo de disociación en el que se estén criando generaciones de futuros habitantes de un mundo que siempre estuvo jodido, sólo que nos lo hicieron olvidar. 

Ya desde el prólogo de Pola Oloixarac, femme fatal de la provocación que tiene por arma la pluma, la palabra y la pregunta constante, se puede advertir que el libro no será cómodo, que Schapire no viene a dejarnos tranquilos sino a sacudir nuestra comodidad. «(...)La condena al antisemitismo se ha visto revisada bajo este espíritu epocal», destaca Oloixarac para luego remarcar que «el antisemitismo explícito de atacar a los judíos por su condición de judíos en Europa ya no fuera un crimen de odio, para ser recatalogado bajo el mantra favorito de la actitud ilustrada de izquierda: "es más complejo”». 

Lejos del sarcasmo, la complejidad es abordada por Schapire desde un listado de situaciones difícil de dimensionar y que desde la pelea cotidiana de la Argentina ignoramos, dando por sentado que nuestros problemas culturales de conservadurismo versus progresismo son importantes, algo que queda en el fondo de la tabla cuando el autor nos cuenta de los "espacios seguros” dentro de las universidades más prestigiosas del planeta, donde bajo un halo de protección a las minorías se discrimina al resto. 

Schapire, un periodista que se especializó en cultura y política exterior y que desde hace ya mucho tiempo reside en París, plantea desde el vamos que el texto es «el relato de una ruptura sentimental» y describe una infancia y educación en una tradición intelectual que deriva en que ese "divorcio” termine en acusaciones mutuas: quién traicionó a quién. De hecho, para adelantar lo que será el alegato de un divorcio controvertido, el autor dispara: «Soy consciente de que uno no elige cómo es leído y que la incorrección política es un paraguas bajo el que también buscan cobijarse falsos transgresores y verdaderos racistas, nostálgicos de un viejo orden que no quieren ver morir», 

El autor afirma que su escrito es para aquellos que «han comprobado azorados cómo la izquierda que ayer luchaba por la libertad de expresión en Occidente hoy justifica la censura en nombre del no ofender; esa que ayer comía curas y ahora se alía con el oscurantismo religioso en detrimento del laicismo para oprimir a la mujer y a los homosexuales; esa que a la liberación secual responde con un nuevo puritanismo, de que de la lucha contra el racismo ha pasado a alimentar y justificar su forma más letal en las calles y en los templos de Europa y de las Américas: el antisemitismo». 

El libro comienza por una instrospección al gremio: los medios de comunicación del primer mundo, puntualmente los de Estados Unidos y Reino Unido, y su forma de comportarse a lo largo de dos campañas electorales que sacudieron el tablero global: la carrera presidencial que colocó a Donald Trump al frente de la Casa Blanca y el plebiscito que determinó el Brexit. En el caso de Estados Unidos parte del sesgo ideológico y suma la homogeneidad sociológica de la industria periodística compuesta por un 92,1% de universitarios y un 7% de periodistas identificados con el Partido Republicano, algo que se tradujo en un error de percepción electoral que tomó a todos por sorpresa: ¿Era imposible que ganara Trump o no lo quisieron ver? De hecho, el propio presidente norteamericano haría del prejuicio periodístico su mayor negocio pero no fue el único: «los medios progresistas vieron estallar el número de abonados».

Entre tantos divorcios que plantea "La traición progresista”, el autor advierte el que se produjo «entre la élite progresista y el electorado, entre la palabra autorizada y la que no debe expresarse». Schapire va aún más allá y aventura que los hechos ocurridos tanto en Estados Unidos como en Reino Unido y en Colombia –con el rotundo triunfo de un No a un acuerdo de paz con las FARC– tienen una explicación: «Cuando el elector no se reconoce en la representación de la realidad que le ofrece el relato dominante, canaliza su frustración pateando el tablero con un voto en forma de dedo mayor levantado o buscando un reflejo de sus inquietudes en la prensa de demagogos de extrema derecha a quienes hace rato no les importa nada el qué dirán». Incluso es en este proceso que, según el autor –y coincido– se alimenta el éxito del fenómeno alt right, la derecha alternativa, «que se apropia de los códigos de la izquierda contestaria impulsando plataformas conspiracionistas (...) y todos los polemistas conservadores y ultraderechistas, que pueden darse el lujo de posar como rebeldes ante un sistema dominante enfrascado en sus certezas y alejado de las realidades de la calle y las áreas rurales».

Luego de recordar que hubo un tiempo en el que ser progresista y luchas por la libertad de expresión eran sinónimos, Schapire decide abordar uno de los puntos más presentes en el día a día occidental y sostiene que, a cuatro décadas del Mayo Francés y su "prohibido prohibir”, hoy el progresismo cuenta con una nueva novia y una nueva enemiga: la censura y la libertad de expresión, respectivamente. A partir de allí viene una catarata de hechos que duele leerla de corrido.

Con la crítica hacia quienes consideran que cuestionar dogmas religiosos es racismo y debe ser censurado siempre y cuando no se trate de la religión imperante en occidente, le sigue el descarnado relato de los problemas que existen hoy en Europa en torno a la llamada "islamofobia”, algo que a Schapire no le cansa abordar tanto desde sus notas como desde su cuenta de Twitter. Se suceden párrafos sobre estatuas de Thomas Jefferson y George Washington que son cuestionadas en universidades norteamericanas –que existen porque existen los Estados Unidos y estos porque existieron Thomas Jefferson y George Washington– llevan a que no nos sintamos tan mal por el desprecio hacia Julio Roca en la Argentina, la pérdida del sentido del humor, el creciente imperialismo de lo políticamente correcto, la censura retroactiva de toda obra que relate hechos que en su momento eran normales, la sobreexageración del lenguaje inclusivo –"lenguaje exclusivo” en palabras del alutor– y la incomodidad de la posición correcta frente al judío: «El progresista ama al judío. Al judío de antes de 1945 (…) Pero ni bien el superviviente pone un pie fuera de Auschwitz, la cosa se vuelve "más compleja”». Había olvidado la imagen de una Venezuela chavista persiguiendo descaradamente cualquier institución judía mientras la progresía occidental se babeaba ante la figura de Chávez. Schapire la recordó para luego abordar "la nueva obsesión progresista: Israel”. 

La traición progresista incomoda y no quisiera estar en la piel de Alejo por estos días. O sí, quién sabe. 

La traición progresista
La traición progresista: apuntes de un divorcio cultural en medio del siglo XXI

Autor: Alejo Schapire

Género: Ensayo

Publica: Edhasa / Libros del Zorzal

Precio: $420

158 páginas