La semana pasada escribí sobre la letanía reaccionaria que señala la ventaja de contar con gobernantes ricos. Esa afirmación se basa en dos falacias. Por un lado, la de creer que los ricos no roban- que analicé en dicha columna- y por el otro, la de considerar que lo peor que puede hacer un gobernante contra sus representados es robar.

Lo primero que debemos aclarar es que, así como los ricos lograron convencer a quienes no tomaron la precaución de serlo que ladrón es quien roba un celular, también consiguieron limitar la definición de corrupción pública a su componente más rudimentaria y, en el fondo, más inofensiva: la valija de dinero que recibe un funcionario inescrupuloso, la corrupción de menudeo por llamarla de alguna manera. De esa forma, tal como lo podemos constatar hoy con el gobierno de los CEOs, la corrupción más dañina- la de los conflictos de intereses público-privados- queda fuera de la mirada ciudadana, tan meticulosa como tuerta.

Como explicó hace algunos años el economista Miguel Bein, "el costo visible de la corrupción es cuando convive (…) con las decisiones equivocadas respecto de la gestión del país y el rumbo”. Es decir, a efectos de sus representados, lo relevante no es cuánto robó tal presidente, una suma necesariamente limitada dentro del presupuesto de una nación, sino qué decisiones tomó incentivado por ese premio. Eso no significa que la corrupción no sea importante. Es, por un lado, un sobrecosto que se podría destinar a usos más legítimos y, por el otro, un delito que debe ser juzgado. Pero no es, ni nunca lo fue, el problema mayor de éste o cualquier otro país. Lo relevante de todo gobierno, para bien o para mal, son sus políticas.

Lo peor que puede hacer un gobernante contra sus representados no es robar sino empobrecerlos. Si lo hace impulsado por el lucro o por su propia impericia, a efectos de los resultados calamitosos para el país, da igual. En el primer caso sólo agrega un delito personal a su responsabilidad política.

Si Domingo Cavallo, por ejemplo, instauró el sistema de las AFJP por genuina convicción o corrompido por la generosidad de los bancos, el resultado para el país seguiría siendo el mismo: "El sistema desfinanció al Estado hasta arrinconarlo en una posición que lo obligó, entre otros factores, a declarar el default en 2001”.

Por otro lado, si hoy descubriéramos que Eduardo Wilde, el gran ministro de Educación de Julio A. Roca que lanzó la ley 1420 de educación común, laica, gratuita y obligatoria, lo hizo incentivado por el lobby de las maestras de Boston o pagado por la Internacional Agnóstica, ¿eso modificaría los efectos benéficos que tuvo dicha ley para el país?

Ocurre que las decisiones políticas de quien administra el Estado tienen implicancias mucho mayores para sus representados que cualquier robo, imaginario o incluso real, que pueda llevar a cabo.

Focalizar en las sospechas de corrupción, en particular de la corrupción de menudeo, es un viejo truco de los poderes que actúan en política sin el desgaste electoral- los medios, la Iglesia, las grandes empresas, el poder financiero- para eludir la discusión política y reemplazarla por una lucha imaginaria entre honestos y corruptos en la que, vaya sorpresa, los corruptos suelen ser quienes benefician a las mayorías.