En 2011, Chile conoció una de las mayores revueltas estudiantiles de su historia. Subidos a ese movimiento, varios de sus líderes como Gabriel Boric o Giorgio Jackson lograron trascenderlo con talento y ser elegidos diputados en las elecciones del 2013, un hecho casi tan significativo como la revuelta en sí. Apenas elegidos, esos jóvenes que venían de la izquierda denunciaron las dietas parlamentarias por ser excesivas y estar “demasiado alejadas del salario medio chileno”. Es decir que apenas lograron representar a un electorado que hasta ese momento carecía de representación, exigieron contar con menos recursos para hacerlo.

Ese extraña modalidad no es exclusiva de nuestros vecinos chilenos sino que suele funcionar como una declaración de principios de un cierto sector de la izquierda. En Argentina, el diputado Nicolás Del Caño, retomando una idea compartida por su espacio político el FIT, consideró que las dietas parlamentarias son una “obscenidad” y propuso que “todos los diputados ganen como un docente con veinte años de antigüedad.”

A diferencia de sus pares de derecha, que cuentan con la simpatía del establishment y los generosos aportes de empresarios y fundaciones amigas, los diputados de izquierda disponen de recursos escasos para llevar adelante su tarea. Entre éstos se destacan los ingresos que reciben legítimamente desde el Estado, como las dietas parlamentarias. Que los gasten en publicar gacetillas, contratar asesores, apoyar militantes, financiar a medios afines o en vivir una vida de lujo y desenfreno en la Capital, es una decisión de cada partido. Reducir esas dietas sólo penaliza a los legisladores y partidos que no disponen de otros ingresos.

Paradójicamente, ese reclamo de la izquierda es coherente con otro de la derecha, que históricamente exige reducir el terrible “costo de la política”. Mauricio Macri donaba su dieta parlamentaria y hace lo mismo con su sueldo de presidente ya que sus otros ingresos se lo permiten. De la misma forma, nuestra aristocracia pampeana exigía en el siglo XIX que los cargos públicos no fueran rentados, ya que servir a la patria debía ser un honor y no un negocio. Es cierto que cuando uno tomó la precaución de nacer rentista, los honores son más fáciles de financiar.

A menos que pensemos que el reclamo de equiparar ingresos desembocará en el aumento de los sueldos de un millón de docentes y no en la reducción de las dietas de 257 diputados, el pedido tiene más que ver con una cierta demagogia relacionada con la virtud individual de quien exige ganar menos y denuncia la venalidad de sus colegas, que con las necesidades reales de un espacio político con escasa financiación privada. La demagogia es una herramienta más de cualquier político y no tiene nada de malo, a menos que serruche la rama en la que está parado quien la utiliza.

Así como la función de los fueros es proteger al voto del elector de cualquier operación de los otros poderes antes que al propio legislador, las dietas parlamentarias son recursos legítimos con los que cuenta ese mismo elector para que su representante defienda sus intereses de la mejor forma posible, en una cancha siempre inclinada. Rechazar esos recursos sólo facilita la tarea de quienes, enfrente, tienen ingresos inagotables de cajas tan generosas como opacas.