Primero se vence, después se pelea, decía repitiendo un aforismo como de Narosky, pero más guerrero, el profesor Jarol Manheim, con cara de analista de la CIA, pantalones marrones de gabardina y corbata azul en una aula presurizada en un edificio de ladrillos rojos en Washington DC, barrio Foggy Bottom, donde había un pantano y ahora hace un calor húmedo y con olor en verano y frío húmedo que te duele en el tope del invierno.

La frase con la que curraba Manheim es de Sun Tzu. Creo que le daba vergüenza usar un texto tan citado en las películas ochentosas, entonces mandaba a comprar la traducción directa del manuscrito Lin Yi, el orishinal, que se le transparente como un arroyo rápido que va al lado de un campo de batalla en bosque de álamos grises, fríos y finos.

Pelearse es un proceso de toma de decisiones. El que está acostumbrado puede decidir en un segundo si hay que pegar o correr, correr para dónde, pegar con cuánta fuerza y en qué lugar -blando o duro- del cuerpo, para que la fuerza sea más o menos pareja a la amenaza. En dos segundos alcanza, antes de hacer nada todavía, para saber para dónde hay que salir antes o después de si pase nada, fijarse si hay cámaras o si hay gente mirando.

Yo te digo, cuidate de la gente que no insulta cuando se está por armar. Es posible que esté calculando, que prefiera eso, la cosa poco elegante de decir malas palabras y gritar sobre madres y hermanas. El que decide lo que va a pasar gana antes de que pase.

En los ochenta, mi pueblo, Pinamar, era un pedazo de Far West turístico y en formación. Juntábamos plata para salir en la revista Gente más chicos que Punta del Este pero justo después que ellos en la revista, más verdes y lánguidos que la cobertura con estrellas de revista de Mar del Plata. Nos gustaba que se publiquen fotos de tipos con camisa blanca jugando al Backgammon con una chica mirando atenta el vértigo del partido.

En invierno era una de vaqueros. El bosque de eucaliptus al lado de la escuela Número uno Constancio C. Vigil era gris y duro como el asfalto. Yo me había pasado del colegio falso inglés así que siempre me ganaba invitaciones para pelear a la salida. Te notificaban en el primer recreo, así que después quedaban tres horas de temblar de los nervios. Antes de ganarme la beca para estudiar en inglés a estrategas chinos de la guerra, tuve que aprender a convencerme de que no me iba a dejar fajar, a repetírmelo hasta hipnotizarme para no llegar temblando al final del día. En general el miedo se te iba cuando tenías que empezar a pelear, con los pibes del colegio excitados por el espectáculo gratis, llegando diez minutos tarde a mirar la tele comiendo pan con manteca y dulce de leche, gritando con la sensación de las tribus, piña va, piña viene, los muchachos se entretienen.

En séptimo grado, un chico de brazos largos y curvos como los de los orangutanes y hermanos más grandes y terribles, que tenían éxitos con las chicas, decidió que iba a ser mi bully particular. Yo había empezado a hacer Karate y eso me convertía en el receptor perfecto, todos los días me ligaban un cachetazo. No le dije nada pero me convencí de cómo iba a ser cuando responda. Un día me dio un bife y se la respondí a repetición, muchas veces seguidas, hasta que tuvieron que pasar el trapo para limpiar lo rojo en el piso. Ese día entendí la sensación animal de pegar hasta que el otro pare. Es cómo el ruido de una madera seca que se rompe, o de algo blando que se aplasta, se siente en la mandíbula con la urgencia de lo carnívoro, y queda ahí, como un reflejo, como una manera de lidiar con la agresión que tiene el pase rápido a los hechos.

Vi pelearse a mi abuelo, que se ofendía cuando un vecino peronista no saludaba, y a mi padre, que en el pueblo de cowboys de los ochenta les pegaba a los porteros que nos habían pegado escobazos a mis hermanos o a mí por trepar a techos que no correspondían o por hacer ring raje todos los días en en el mismo timbre.

Hace unos meses, un par de pibes se divertían molestando a mi hijo. La psicóloga infantíl proponía la vía del consenso, la madre de mi hijo el llamado a la reflexión. Mi niño y yo luchamos como animales desde que puede caminar. Le dije que si podía luchar conmigo podía con sus compañeros de colegio. Que les diga, a la salida, que si seguían se comían una tunda. Funcionó. El método milenario de la fuerza de los músculos todavía se impone. No sé si hice bien. Hice lo que aprendí solo y lo que aprendí de mi padre.