Los locos no tienen edad, me dijo el motoquero de cuarenta y pico, mala vida sustentable, un gaucho entre los últimos gauchos que quedan. Eso de los motoqueros y los gauchos me lo dijo una vez Martín Llambi cuando uno pasó dejando pedazos de la moto por la calle San Martín.

A veces llevo dos birras, o una coca y un chocolate block para merendar con unos pibes que se sientan en una plaza a esperar que les salgan viajes. Fui tres o cuatro veces y cada vez es más blando el cerrojo, enseguida hacen el gesto de que me siente. Siempre hablamos un poco del país. Uno cree que es a propósito, otro dice que los empresarios odian a Macri porque es el dueño de todo, otro es macrista hasta los huevos, pero le saca IVA para no tener que defender. Voy por esa y no defiendo.

Todos creen que el principal peligro es que se ponga áspero el humor de los que salen a comer como sea. Todos dicen por lo menos tengo laburo con el animo levantado como cuando rezas.

Los pibes se ríen. El motoquero milenial se insolenta con el motoquero viejo, el motoquero viejo pone cara de ¿vos viste a estos pendejos?

Yo les aviso a mis amigos mileniales que los que tenemos cuarenta apreciamos particularmente el reconocimiento del seniority que da el rodado. Sabiendo llamar a Rappi, los mileniales se insolentan porque creen que dominan el algoritmo.

Llega al té motoquero un señor entre busca y apretador de monotributistas que vuelven del trabajo. Tiene dos crucifijos para asegurar que es dos veces bueno. Primero dice algo de la pija, después de los cobanis, después que ayer entró gratis a la cancha de Boca porque un rati lo ayudó a pasar. No lo dejó cuidar autos pero le hizo la onda.

El señor representante de los marginales me pasa el Veraz a ver si me impresiono. A la luz nublada de la una del mediodía y a un salto de una avenida en el centro, con los otros pibes no sumados al mind fucking la verdad es que no amedrento.

Para ser un poco marginal también cuento que una vez rompí una comisaría a patadas y que me tiraron gas pimienta, a un par más le había tirado también pero a ninguno tan de cerca cómo a mi, tan de visitante, igual hice corto el cuento.

El señor representante de la vida dura y en la calle me invita a quedarme para ser dueño. Tomamos birra, dice que hay una película genial sobre un boxeador al que le decían el Huracán, un motoquero dice que hay una canción de Bob Dylan, a mi me cruza Dylan por la cabeza como una canción de cancha. This is the story of the hurricane. El huracán se puso de punta con un policía y pasó de campeón a preso.

Cómo decía Carlota Llambí Sarmiento, lo bueno agrada y lo mucho cansa. Tomé un poco más de birra y me fuí. Caminé para agarrar Santa Fé hasta Plaza San Martín. Fundamental hacer turismo de elección de calles. Cuanto más ancha la avenida y con más arboles hay menos ruido.

Me crucé con un abogado de ojos amarillos y traje azul eléctrico tela Loro Piana, hecho a medida por un sastre que acepta cheques largos. Estaba vestido con el traje de Superman de los garcas. En el medio del pecho un signo que dice gano o gano. El  abogado vive en la bendición de la certeza, tiene el cope con lo rápido porque la velocidad está buena en si misma. El abogado camina saltando para arriba para ganarle al metro sesenta y cuatro que le dio la naturaleza y no tiene nada de los motoqueros amplios de la pampa.

El abogado me dice que lee El Canciller y me cuenta que le suspendieron la cuenta. Hay que ser jeropa para que te suspendan la cuenta, pienso, suspiro, me amigo con la idea de que siempre me estoy juntando con lo mejor de cada casa. ¿Cómo te van a suspender la cuenta?

El abogado y yo fingimos estar yendo a algún lado para caminar juntos cuatro cuadras. Lo saludé para poder doblar por La Casa del Cepillo, que siempre es lindo mirar la vidriera, se fue buscando en su vida el dólar. Más tarde tomé el té en la casa del Niño que todo lo sabe. Canté la canción de Dylan, me dijo que la había escuchado toda la tarde. Impresionante cómo se sincroniza la playlist que conecta invisible a los humanos.