Una de las críticas más recurrentes hacia Cambiemos es que se trataría de un gobierno liberal que descree del Estado como regulador de la economía y busca otorgarle ese rol al mercado. Tal trueque nos llevaría al paraíso de la libertad, la Tierra Prometida a la que ningún país ha logrado llegar. 

El liberalismo extremo, ese que suelen pregonar algunos economistas iluminados en los programas de panelistas, es una utopía atendible. Se trata, como suele explicar un conocido tuitero, del ideal de “el hombre y su rifle”. Consiste en eliminar los impuestos y el Estado y dejar que los ciudadanos organicen su vida y progresen a partir de sus propios recursos.

En ese paraíso desprovisto de Estado, los ciudadanos defenderían su propiedad con sus armas (no tendría sentido depender de un sistema de escrituras que sólo alimenta a parásitos como los escribanos y burócratas como los empleados públicos), dependerían de su propia seguridad y de los médicos o curanderos que logren contratar (el título habilitante caerían en desuso ya que sería el mercado que regularía la práctica profesional) y educarían a sus hijos también con los maestros que pudieran pagar, liberados de planes de estudio o programas estatales, una inaceptable intervención de lo público en el ámbito privado. 

Podemos tener alguna discrepancia a la hora de creer que la utopía del hombre y su rifle nos pueda llevar hacia el desarrollo y el bienestar pero no cabe duda de que se trata de un relato coherente. Aunque poco tiene que ver con las afinidades y las políticas de Cambiemos.

En efecto, la casta que llegó al poder junto a Mauricio Macri no sólo no descree del Estado sino que ha forjado su fortuna y poder gracias a su cercanía prolongada con la cosa pública. No propone un Estado menos intervencionista que el que tantas críticas le generó al kirchnerismo, sólo pretende que transfiera recursos a otros sectores y se ocupe de lo esencial: proteger a sus empresas de las inclemencias del mercado. 

Para ilustrar esta pasión estatal alcanza con analizar la evolución del déficit primario (es decir, el déficit público sin contar el pago de los intereses de la deuda) y el déficit propiamente dicho. El ministro Nicolás Dujovne se felicita por haber reducido el primero recortando el gasto público (un gobierno serio jamás combatiría el déficit aumentando los ingresos fiscales), lo que implica reducir sueldos y jubilaciones y contar con menos recursos para hospitales y escuelas, menos vacunas, menos medicamentos, menos viandas, entre otras decisiones “duras pero necesarias”. Nada dice el ministro, sin embargo, del aumento del gasto público que implica el pago de la enorme deuda tomada durante estos años y que financia, entre otros rubros, la fuga (US$ 27.230 millones en 2018, según el Banco Central, un récord desde el año 2002).

Lejos de la utopía del hombre y su rifle y del laissez-faire la casta de Cambiemos cree en el Estado intervencionista que profesa el neoliberalismo: bobo hacia el establishment financiero e implacable hacia las mayorías populares.