Hay un concepto en las prácticas de lucha física (artes marciales de distinto origen, técnicas varias de combate, o deportes como el boxeo) que es el de “hacer sombra”. Hacía tiempo lo conocía, pero hace muy poco lo empecé a observar con detenimiento. Antes, a mis ojos, resultaba una simple entrada en calor. Pero a medida que fui aprendiendo, o conversé con mayor profundidad con aquellos que de verdad sabían del asunto, entendí más esa cosa de danza coreográfica que tienen estos “ejercicios” y que se puede ver sin demasiado detenimiento.

Cuando los distintos deportistas, de cuál deporte o forma en particular fueran, hacen sombra, calientan más el cerebro que el cuerpo. Lo que hacen es imaginar un enemigo invisible, lo perfeccionan y complejizan. Imaginan sus posibles formas de moverse y cómo reaccionarían. Practican combinaciones de golpes que les hayan resultado efectivas en el pasado y las reiteran sistemáticamente hasta que su cuerpo las sepa usar como reflejo. Pueden ser rodillas, o codos, cabezazos o formas de defenderse de cómo podría atacar ese enemigo invisible. Bailan violentamente con el enemigo ideal, aquel que conoce todos nuestros defectos.

Por ende, cuando un deportista hace sombra se puede ver mucho más que una entrada en calor. Se puede ver la inteligencia, su creatividad y su potencial capacidad de daño. Se puede incluso apreciar de alguna manera su fuerza, su técnica, precisión y prolijidad en cada movimiento o su inventiva a la hora de mezclar recursos. Armas o escudos que se van pensando mientras se lucha contra uno mismo.

En definitiva, hacer sombra no es tirar trompadas al aire, sino el arte de luchar contra quien más nos conoce: nosotros mismos.

[recomendado postid=114699]

A partir de ese entonces, de cuando empecé a disfrutar de ver aquellos movimientos –o al menos apreciar su valor verdaderamente-, empecé a transpolarlo a otros campos de mi vida. Empecé a ver el hecho de hacer sombra como una representación sencilla de pensar. Imaginar la realidad y anticiparse. Bailar solo antes del encuentro con el desafío. Empecé a ver el valor de la disciplina para vivir. De confrontar con nuestra sombra como rutina permanente, de imaginarnos a nosotros frente al miedo personificado en la nada, probando cómo zafar y cómo tomar las riendas, cómo aguantar y cómo ponerse picante.

Comencé a verme haciendo sombra mismo al escribir, moviéndome para adelante y para atrás, tipeando y borrando, pensando en las flaquezas de las ideas y reforzándolas, encontrando contradicciones y puliendo pensamientos. Repitiendo el ejercicio una y otra vez, aunque la misma acumulación de errores para mi inaceptables me resultara frustrante. Desde Alí en Zaire sobre la ruta imaginando a Foreman al Diego burlando al monstruo invisible haciendo jueguitos con el hombro antes del arranque contra Camerún.

Sobre todo en los momentos donde la presión parece recaer sólo sobre la espalda de uno, parece indispensable no tener una instancia de práctica salvaje. De amarrarse a la locura de personalizar el temor y tirarse un mano a mano contra nuestros terrores. En tiempos como los que corren, de incertidumbres y parálisis generalizada, hacer sombra parece la única actividad para sobrevivir anímicamente a la distopía diaria.

El mano a mano contra el monstruo invisible

Imaginarnos el desafío de cómo será enfrentarse al mañana, a ese día en que esta locura que hoy se ha vuelto termine normal y toque volver de a poco a esa rutina que llevábamos medio robotizados, es la única manera de hacer del vacío un momento útil. Luchar contra nosotros, contra nuestros miedos, ansiedades y manías. Entender qué nos asusta y encararlo con la guardia levantada. Combatir contra cualquiera fuera el fantasma invisible que no nos deja ver ni pensar, tratando de ver por dónde entrarle y desactivarlo. Un ring imaginario en nuestro cráneo, a donde se pueda entrarle a nuestros temores como si fueran un punching ball, para descargar y practicar. Sin miedo a que nos traten de locos cuando piensen que estamos tirando patadas al aire, como bailando sin miedo al qué dirán.

Por sobre todas las cosas, hacer sombra con nuestra mente tiene el mismo beneficio que con nuestro cuerpo. No hace falta nada: ni rivales, ni herramientas. Solo tener el valor de cerrar los ojos y hacer carne nuestras oscuridades mientras les damos una buena lección de quién en verdad somos.