Al terminar de leer El fin del amor. Querer y coger, de Tamara Tenenbaum, no hay vuelta atrás: sus ideas vuelven una y otra vez a la cabeza, en clave de historia propia o cercana conocida. Porque si algo de bueno tiene el libro –y diría que es un todo bueno, pero mejor enumerar—es abrir la puerta a las preguntas y repreguntas para pensar sin solemnidades pero con precisión casi quirúrgica los vínculos amorosos, como en un diálogo infinito con amigues.

Claro que, en su caso, el binomio mandato o libertad, a la hora de pensar una pareja –Tamara proviene de una familia judía ortodoxa del Once y su destino era el impuesto: esposa, madre, cabello cubierto, falda por debajo de la rodilla y medias color hueso– es parte de su propia singularidad, pero que le sirve de parámetro comparativo para hablar de la ruta del amor y el deseo.

En ocho capítulos, un prólogo y un epílogo, condensa reflexiones sobre los vínculos contemporáneos –heterosexuales, aclara—sobre la base de una obsesión por pensar lo sistémico y una rigurosidad que no pesa, porque combina las notas al pie y las referencias a otros autores con una naturalidad que hace de la divulgación un transitar placentero. Pero quizás lo más importante y lo más atractivo es que comparte (y construye) una voz propia que es fresca, inteligente e innovadora, sin maquillajes ni estridencias, en plena época de fake news y de fotografías que exhiben sólo mundos felices.

Tamara recupera "con modestia y ambición feminista”, una tradición de escritoras que "contribuyeron a generar conversaciones que fueron mucho más allá de ellas”

Tamara recupera "con modestia y ambición feminista”, una tradición de escritoras que "contribuyeron a generar conversaciones que fueron mucho más allá de ellas”, y no se equivoca en esas afirmaciones: se inscribe en ese listado con la sencillez de los grandes. "Lo que entiendo por nuevo paradigma –dice– es todo esto: la apuesta por la amistad como política, la construcción de lazos afectivos consensuados y serios (en el sentido de importantes) que, sin embargo, tengan cierta flexibilidad, en los que haya responsabilidad pero también comprensión, en los que puede haber sexo o bien puede no haberlo. Construir comunidades de amor y amistad que sean contenedoras, sólidas, aunque acepten la condición precaria de la existencia y de los vínculos”.

Esa declaración como reconocimiento y propuesta se impone como espíritu a lo largo de sus ensayos, en una suerte de análisis que enfrenta el mandato para proponer con creatividad nuevos esquemas. Un llamado a construir comunidades más libres y colectivas, donde no se tenga que vivir bajo lo impuesto ni se deba esquivar la incomodidad de lo que no se quiere hablar. Y que nos permita identificar qué es lo que queremos, cómo lo queremos, de qué forma elegimos plantearnos frente a otro, para qué, con qué sentido, bajo qué principios; cómo criamos, qué elegimos transmitir. Esos y muchos otros interrogantes funcionan en el libro como disparador para construir un universo que nos interpela, en una época donde reflexionar como mujeres y desde una mirada feminista, florece de forma transgeneracional.

"Queremos disidencia, no queremos orden”, afirma. "Estimular conversaciones claras”; "decidir con libertad”; "una moral de mínima y no de máxima, de particulares y no de universales (para pensar el deseo)”; "pensar comunidades elegidas, relaciones basadas en la posibilidad de compartir antes que negociar”. Parecen cosas obvias, sencillas, como verdad de perogullo. Pero están ahí, extendidos en su ensayo, latiendo, con la potencia de lo urgente y la lucidez de pensamiento. Ya algo aprendimos: los vínculos amorosos se constituyen en la esfera de lo privado, que también es político, porque ello se traslada a lo público en un todo sin fronteras.

Ya algo aprendimos: los vínculos amorosos se constituyen en la esfera de lo privado, que también es político, porque ello se traslada a lo público en un todo sin fronteras.

Sin caer en la agotadora corrección política ni el señalamiento cínico pequeñoburgues, vale reforzar que las mujeres venimos a romper con aquello que nos dejaba afuera del ágora, porque aquí estamos, para decir, exigir, repensar, hacer.  "Lo que no se analiza, se repite”, dijo la autora recientemente en una entrevista. Mejor hablemos de las cosas, de nuestros asuntos, de los propios y los ajenos. Porque, como escribió (y sin perder de vista a Derrida) la deconstrucción es la necesidad de continuar una conversación que no tiene fin.